lunes, noviembre 30, 2009

you never know shit, uno breve

Él le dice que es de una isla, que probablemente no reconocerá el nombre, porque ella recién llegó de ese otro lado del mundo que nadie conoce desde que se desaparecieron los atlas globales de los salones de clases, y que ha cambiado de fronteras y de nombres tantas veces como él chancleteó de posturas políticas en sus años de bachiller. Pero ella le dice que sí la conoce, y bebe de su taza de café, y le cita nombres que él debería recordar de sus clases de historia nacional en la primaria o, por lo menos, porque eran nombres de plazas y calles de su barrio mientras crecía. Ella le dice algunas cosas de su país y él le sonríe y tira de sus hombros, bebe de su cerveza, y le da a entender que sabe de lo que están hablando, y cuando ella menciona epítetos que él debería reconocer sólo por cordialidad, porque ella conoce los que él no conoce, él sonríe e intenta adivinar las últimas sílabas de las palabras que ella pronuncia y así hacerle pensar que está al tanto. Evidentemente, lo logra y ella jamás cuestiona la veracidad de esa primera conversación, y piensa que él sobreentiende la gravedad de las anécdotas que cuenta de su madre o de su padre, o inclusive de su niñez, y le sorprende que él dice las cosas correctas en el momento correcto, que es lo suficientemente ligero como para actuar como si el trauma no existiese y al mismo tiempo reconocer su presencia con sutilezas cariñosas. Para ella todo le viene como sorpresa y cuando habla con su hermana, que recibió asilo político en otro país, y le cuenta de él, la hermana dice que tiene suerte, y ella le dice que lo sabe, que jamás se hubiese esperado que sucediese tan rápido.
Esta conversación sucede en su idioma, ese otro idioma que él jamás aprenderá, y mientras ella conversa en el teléfono celular, acostada en la cama con esos pantalones de lana que insiste en usar para dormir, por el frío, él la mira desde el pequeño sofá, que ella compró en un yard sale sólo porque le pareció el sofá más lindo del mundo y que finalmente sólo pudo apretar en su habitación, y se pregunta a si mismo quién es ella cuando habla esa otra lengua y por cuánto tiempo podrán ignorar la huraña vorágine que insiste en deshacer la banalidad de lo cotidiano.

lunes, noviembre 23, 2009

sabina/cohen, beyonce/shakira, dylan/calamaro, nota Faverón.

(Dicho sea de paso: ¿a nadie le parece perturbador, como a mí, que más de uno de los más célebres cantantes del mundo hispano sean copycats que darían todo por parecerse completamente a ciertos músicos de la tradición anglosajona? ¿No es un fenómeno extraño que Joaquín Sabina haga todo lo posible por parecer Leonard Cohen, Andrés Calamaro por parecer Bob Dylan, o que Shakira haya optado en los últimos dos años por convertirse en Beyoncé?)

Gustavo Faverón, en su blog, Puente Aéreo

domingo, noviembre 22, 2009

inventario de otoño

Otoño lluvioso, mañana de domingo, lo amarillo de algunos árboles en el vidrio. Ese frío convencional de ventana medio abierta, esa comodidad de no tener mueble alguno con la excepción de una cama y el set de comforters reversible que se hace abrigo, o casi-piel. Las tres montañas de libros que esperan mi atención, las dos monografías finales y el historical review essay. El catálogo de la tienda de ropas que me llegó pero que resiste el deshecho: en su portada una mujer-niña aprieta sus manos, como si rezase, como si le temiese a la mitad oscura del resto de la página. Los pasos en el apartamento alfombrado de mi compañero de casa. El silencio que mantengo como conspiración. La chaqueta que compré online, pea coat, le llaman, y que cuelga del armario como un cuerpo esperando posesión. La botella de agua que nunca lleno. El recuerdo bonito, la comodidad de las carnes. La tocineta es un olor lejano, pero que hace pensar en algunos sures. La ultima entrada en este blog, hace casi mes y medio. La ultima cuestión que dejé a medio escribir, los proyectos delineados pero en mutis, las traducciones que esperan reescritura, las doscientas cuarenta y dos páginas que tienen nombres y que no logro terminar de editar.
La taquilla del concierto de Cohen: el recuerdo de la señora de sesenta años que me contó de su juventud, del novio que tuvo en los setentas que persiguió al canadiense errante por Grecia, o por algún país. Me dije que iba a escribir, que hacía buen tiempo para ello y que no iba a arreglar nada, que quizás un inventario sería suficiente para activar los líquidos, para ponerlo todo en movimiento. Un inventario de dos meses de mi primer otoño, de sonido de zapatos en hojarasca siempre que camino a mi apartamento, un inventario de esa cosa nueva que para mí es la lluvia de hoja seca, la brisa que hace que se caiga lo que fue un árbol sobre ti, rompiéndose en medio vuelo, haciéndose aves, como escribió aquel poeta desconocido, isleño, Samuel Lugo. Un inventario de hablar de la colonia sin hacerlo. Un inventario de decir sin decir, de circunlocuciones, de circunnavegaciones, de cuestiones salidas del diario de Colón. Eso, un inventario: justo al lado del Publix, donde North Decatur se encuentra con Clairmont. Un inventario, acá hay una calle Ponce de León, pero no tiene nada de lo que las Ponce de León tienen que tener, no tiene vida, no tiene esa cosita riopedrense que hacía brincar. Lo pronuncian Ponz di Li-oun. Un inventario, eso, un inventario con un final pero que me dice que puedo hacerlo, que este tipo de cosa no se desaparece aunque se encaje, que la espera lo añeja, que la lectura inaplicada le da sabor, pies de viejos italianos sobre la vid.

Un inventario, si, no más, porque de eso se trata.