lunes, octubre 31, 2011

un moño medio alto, medio samurái

A lo lejos, a través de la ventana, ves una pareja que conoces, en su motocicleta, detenida en el tráfico de la estrecha carretera. El vehículo es algo delgado, negro, con pequeños detalles rojizos serpenteando por el muffler. Las ruedas parecen caricaturas, como si fueran demasiado grandes. Ambos tienen sus cascos, negros, impenetrables. No los reconoces por la motora, no, ni sabías que tenían una. Los reconoces porque ella viste el abrigo de cuero, adornado con cremalleras en los brazos, y él lleva su hoodie negro. Ambos visten mahones. El tráfico está detenido. Sólo cede algunos centímetros por minuto. Cuando les toca moverse, en vez de acelerar, el conductor de la motora da unos pasos, impulsando la moto hacia adelante. Ella simplemente se balancea.

Parpadeas. Cuando vuelves a mirarlos, ella se ha quitado el casco, revelado el recorte nuevo que le viste la semana pasada—adiós larga cabellera morocha. Recuerdas cómo te sorprendiste cuando descubriste todos los piercings que tenía en su oreja izquierda, pensaste en las libretas que prohibieron en la escuela en tu quinto grado, aquellas con las argollas plateadas que podías desenrollar para hacer ganchos. Raro que no lo habías notado antes, si siempre tenía el pelo recogido en un moño medio alto, medio samurái. Ahora parece otra persona. Completamente distinta. Más brava, más dura. Su novio sigue igual, eso sí. Un poco más barbudo cada vez, un poco más viejo.
El tráfico avanza. Los dos pares de piernas se acomodan en el costado de la moto y aceleran. Ves cómo ella inclina su cabeza cubierta por el caso hacia la espalda del conductor y la recuesta, como si odiase ver el camino inminente, y prefiriese el paisaje colateral. Cuando se deshacen, te quedas con esa imagen en la cabeza, se te queda la suavidad, la normalidad de ese gesto, de ese acomodar la cabeza en silencio, parsimoniosamente.
Un auto ocupa su lugar, un momento después, negro, de cristales blindados.

domingo, octubre 30, 2011

no name is yours until you speak it, dixit bhabha

No name is yours until you speak it; somebody returns your call and suddenly, the circuit of signs, gestures, gesticulations is established and you enter the territory of the right to narrate. You are part of a dialogue that may not, at first, be heard or heralded--you may be ignored--but your personhood cannot be denied. In another's country that is also your own, your person divides, and in following the forked path you encounter yourself in a double movement...once as stranger, and then as friend. 

Del prefacio de la edición de Routledge Classics de The Location of Culture de Homi Bhabha. 

jueves, octubre 27, 2011

eres tú y eres tú, soy yo y soy yo



El día está bonito y sales de la casa para comprar algo en la repostería cercana. Pasas frente al parque y ves, en la explanada verde, un hombre arrodillado: un hombre negro, fornido, pelo blancuzco, y camisa azul. Arrodillado y ya. Supones que medita, pero realmente no lo sabes. Igual supones, segundos después, que el perro que ronda unos metros más allá, es su propiedad. El animal es grande, también. Debe ser un cachorro, porque se mueve con una vitalidad extraña, con una energía que no está en las cosas que viven mucho; casi como si se moviera por él, y por el hombre hecho estatua más adelante.
Sigues caminando. Los olvidas. Las ramas de árboles que socorren la acera dejan caer unas pelotitas a las que le llamas nueces, simplemente porque parecen avellanas. Ninguna te cae exactamente en la cabeza, siempre un paso adelante, o un paso detrás. Cuando las pisas, se quiebran, te hacen pensar en navidad.
Candler Park, foto tomada en el verano.
Compras los biscuits y, digamos, te tropiezas con alguien que no ves hace tiempo. Quizás no sucede realmente, pero te imaginas que sucede, que comienzas a hacer fila detrás de quiénsea, y no te percatas de su identidad hasta que se da la vuelta y ambos se frizan, se congelan, como un retrato. Es sólo un instante. Un breve instante de eres tú y eres tú, soy yo y soy yo. Las sonrisas les llegan accidentadas, pero la conversación irrumpe como no como un comienzo, sino como la continuación de algo que recién dijiste. Tú y quiénsea intercambian palabras, ríen, y se desvanecen los años que van sin verse; se desvanecen, pero aún están ahí. No es como si lo que vivieras ahora se deshiciese, como si nunca lo hubieses vivido. De hecho, es todo lo contrario. Lo has vivido, y al ver la persona y sentir los años desvanecerse, lo has vivido aún más. Es cuestión de identificación. Ordenas los biscuits y conversas con las personas. Digamos que estás en escuela graduada, o que eres un publicista; hablas de tu proyecto actual, el mismo, o una variación del que tenías cuando tú y quiénsea se eran regulares, cuando comenzaron esta conversación que ahora, contigo más arrugado, o más arrugada, y con quiénsea un poco más cansado o cansada, continúan.
No sabes cuánto dura esta conversación. Realmente no importa. No importa porque no sucedió, o porque es sólo imaginación; pero tampoco importa porque lo que vale es ese segundo que siguió la identificación eres tú y eres tú, soy yo y soy yo, ese segundo en el que ambos, porque les pasa ambos, sienten una continuidad que no es nada sino ominosa, ominosa en el sentido de unheimliche de Freud, ese que puede es al mismo tiempo familiar y foráneo.
De repente estás caminando de vuelta, otra vez frente al parque, otra vez pisando nueces, y otra vez mirando al hombre arrodillado allí, quieto, y al perro vivaracho a su alrededor. Te detienes un momento, el hombre te mira. Le sonríes. Cae una nuez, y esta vez se encesta en el bolso en el que cargas los biscuits. Cuando llegas a casa, escribes esto suponiendo ese encuentro, y piensas que aunque Paul Auster a veces cansa, tiene razón en insistir en lo increíble de la coincidencia, en cómo es la coincidencia nuestro verdadero dios. Te preguntas si es la coincidencia o el azar, pero ahora mismo, no ves la diferencia, no ves más que lo increíble de ese momento de incertidumbre en el que tropiezas con personas, en el que los extraños se hacen familiares, ese momento en el que todo cambia, porque todo siempre cambia, y por más que intentemos hacerlo cuentos, narrarlos, darle una coherencia lineal y narrativa todo cambia por un simple malentendido, o por una palabra dicha demás, o por el vuelo que casi pierdes un minuto antes, o porque un nuez te cae dentro del bolso de los biscuits o frente al zapato que lo quiebra.
Digamos que te despediste de quiénsea, con una facilidad igual de natural. Le dijiste te veo después, como bien le dijiste la última vez que se vieron. Observas, desde el interior de la repostería, cómo se montan en su automóvil y desaparecen tras el semáforo. Ordenas los biscuits.

miércoles, octubre 26, 2011

borrador, una columna

Esta columna salió en la sección Buscapié de El Nuevo Día, esta mañana (miércoles, 26 de octubre del 2011). La pongo aquí pa' archivarla, y con una que otra corrección.

Borrador

Llevábamos semanas discutiendo momentos “trágicos” de la historia latinoamericana en la clase de español intermedio que imparto en una universidad americana, cuando dimos con un texto de Martí, que hablaba de cómo un hombre “realmente libre” siempre reacciona ante su gobierno, cuando éste incurre en acciones que privan de la Libertad. Parafraseo mal. Pero para ser sincero, ya estaba un poco hastiado: más de siete clases hablando de dictaduras, torturas, desapariciones, canciones de protesta. Ya me apestaba el trililí andino y la nova trova.

Para variar, comencé a mover el imperativo de Martí a distintos contextos. Primero, un salto hacia el pasado, a las independencias, y todos los estudiantes coincidían con la idea del cubano, en un español medio tuerto. Lo moví a la época de los derechos civiles, años de sus abuelos ya, y continuaban coincidiendo. De vuelta al “21st century”, lo llevé a Egipto, a Libia, a la “primavera árabe”, y el esqueleto añejo de Martí seguía sonriendo en algún sepulcro tropical, dentadura ósea.

Entonces, no sé por qué, mencioné el Tea Party, y los estudiantes los tildaron de alocados. Por eso de probar aguas, nombré el llamado movimiento “Occupy”, y reaccionaron aún peor. Si los primeros eran unos “rednecks” conservadores, los segundos eran vagos, “hipsters” y “hippies” sin dirección alguna. Una muchacha opinó que había otra forma de hacer las cosas, pero no sabía cuál era. “Quizá está demasiado cerca”, dijo otro, cuidando la pronunciación de las vocales.

¿Será que estaba correcto el último? ¿Por qué es tan fácil celebrar protestas que suceden “allá”, cualquiera que sea, pero cuando están “acá” incomodan? ¿Por qué cuando están en el allá, ya sea temporal o espacial, son irrupciones del espíritu, y cuando acá son desórdenes? ¿Por qué me hallo queriendo saber quién protesta, cuando lo importante es qué protestan?

Terminé la clase estirando mis hombros, porque no tengo la menor idea de cómo se prosigue.

Borré la pizarra sin poder librarme del incómodo y cuestionable presentimiento de que a veces hay que ceder a la duda, darle tiempo a las cosas, celebrar la multitud sólo por el hecho de que es multitud, porque se queja, protesta y, como mínimo, vive.

lunes, octubre 24, 2011

1655 n. decatur



De seguro alguien dijo algo importante en esta casa alguna vez. Es lo suficientemente vieja como para traficar historias en lo venoso de sus maderas, en las ventanas selladas por años y años de pintura indiscriminada, en sus pasillos alfombrados a la fuerza y sus habitaciones transformadas en oficinas vacías. No sé si fue la universidad que la compró, o si una anciana terrateniente, azorada por la nostalgia, la donó en un testamento mecanografiado. 

Sólo una ventana abre, y la abro aunque haga frío, para dejar escapar la brisa vieja que quién-sabe-cuánto tiempo lleva encerrada, como una inhalación que una vez concebida es detenida por alguna fuerza que busca congelar su potencialidad.
A las afueras de la oficinita en la que escribo esto, en la que me siento todas las mañanas a hacer nada, en lo que dan las horas de irme a dar clases, hay como una pequeña salita con muebles incómodos que tienen un llanto como de vaho, y que sostienen un cuadro de una reproducción de Dalí que parece que alguien alguna vez quiso colgar y dejó ahí.
La oficina está remodelada, dicen. Un escritorio nuevo en forma de ele y unas sillas extremadamente cómodas. En las paredes hay dos pizarras, una de corcho, y la otra de marcadores. En ambas un proyecto como abortado, o quizás en estado de suspensión animada, como la inhalación.

Comencé a leer La Vorágine acá adentro y me pareció algo tan atroz que lo detuve. Me pregunto si hay lugares que exigen tipos específicos de lecturas. Si fuera así, supongo que este lugar exige una poesía como la inhalación ajolote que dejo escapar empujando la ventana de madera. Una poesía que prometa pero no cumpla, pero que no por eso sea insatisfactoria. O una poesía que se encaje en el momento de pasar de in- a ex-.

Van dando las nueve y quince. Ahora a caminar a la clase.

Nos vemos orita, bye.  

martes, octubre 11, 2011

del país: cuestionario a luz de una canción del viejito cohen






pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar afuera de un país para deslindarse, a nivel personal?
pregunta: ¿cuántas veces hay que visitar al país, al año, para seguir asociado, a nivel social?
pregunta: ¿hay que visitar al país para seguir asociado?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar afuera de un país para deslegitimarse, a nivel social?
pregunta: ¿cuánto esfuerzo debe invertirse en mantenerse “auténtico” a largo plazo, cuando se está afuera del país?
pregunta: ¿cuántas veces hay que visitar al país, al año, para seguir asociado, a nivel personal?
pregunta: ¿debe exagerarse el aferro al país mediante un hincapié inusitado en lo del país ?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que esperar para el arranque nostálgico?
pregunta: ¿cuántos arranques nostálgicos al año son necesarios para seguir siendo parte del país?
pregunta: ¿cuánto se debe resistir adoptar expresiones ajenas para mantener lo del país intacto?
pregunta: ¿hasta qué medida es más importante lo del país que la comunicación efectiva?
pregunta: ¿cuánta indignación ante las noticias puede expresar quien ya no vive en el país?
pregunta: ¿cuánta indignación ante las noticias puede expresar quien aún vive en el país?
pregunta: ¿cuánto tiempo debe pasar antes de dar paso al homesickness?
pregunta: ¿cuánto tiempo debe pasar antes de performar homesickness para mantener lo del país intacto?
pregunta: ¿hasta qué punto hay que suavizar rasgos ya presentes cuando en el país en el momento fuera del país para la comodidad de los asociados?
pregunta: ¿puede dejar de importar el país?
pregunta: ¿debe dejar de importar el país?
pregunta: ¿hasta qué punto se debe evitar los indicios de desapego cuando de visita en el país?
pregunta: ¿cuánto asco por lo del país puede sentir el residente del país simultáneamente?
pregunta: ¿cuánto asco por lo del país puede seguir sintiendo el residente del país al irse de éste?
pregunta: ¿puede sentir asco por lo del país quien ya no reside en él?
pregunta: ¿cuál es la relación entre la expresión lingüística y el espacio residido?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar fuera del país para ceder a las generalizaciones?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar fuera del país para no poder reclamar derecho a ser native informant?
pregunta: ¿cuánto tiempo se pasa dentro del país, realmente?
pregunta: ¿cuántos            hay en el país?
pre         : ¿se puede ser del país sin haber abandonado el país?
r g          : ¿en q é mom nto es neces hacer as pre      tas?
              : ¿es necesario --



viernes, octubre 07, 2011

parto, un cuentito


El 14 de agosto de 1984, el día que Arnaldo nació, su padre no llegó al hospital, como todos, incluyéndolo a él, esperaban.
Estaba fuera del país, en Atlanta, por cuestiones de negocios. Su vuelo salía a las seis p.m. A las tres, recibió la llamada alarmada de su suegra. Por más que intentó, no pudo cambiar su reservación a una más temprano. Regresó a su habitación en el hotel y tomó una siesta, para calmar los nervios.
Quince minutos después, lo despertó un alarido. Pensó, equivocadmaente, que se trataba de un sueño de los que tenía cuando niño. Volví a dormir.
Despertó, nuevamente, veinte minutos después. Salió del cuarto, para beber un trago en la barra del hotel.
Saludó a una mujer india, con una sonrisa. La mujer sonrió de vuelta.
Miró por encima de su hombro, al llegar al elevador. La mujer seguía allí, sin moverse.
--Are you alright?--preguntó, en su mal inglés.
La mujer columpió su cuello, asintiendo, sin virarse a mirarlo.
Llegó el elevador. Lo abordó.

Una vez adentro, le pareció raro el encuentro. Cerró los ojos. Sólo entonces, en el repaso de lo visto, fue que se percató de la estela roja trazada en la pared, detrás de la mujer.
--Mierda--se dijo, e intentó presionar el piso 10 nuevamente, detener su descenso. Tuvo que esperar. Bajar al lobby y volver a subir.
Tomó una eternidad.
La mujer estaba en el suelo, hecha un bulto. Detrás de ella, un camino de sangre marcaba el lugar en el que había sido ¿atracada?. La raya roja descendía como una flecha hasta su cuerpo.
Corrió a su lado.
--¡Señora!--repitió él, en español, porque no le sirvió ningún otro.
Ella le miró, pálida, entremuerta.
Dijo algo en un idioma incomprensible.
Lo repitió.
Lo repitió.
Lo repitió.
Lo repitió.
Cuatro veces y se deshizo allí en sus brazos.


Un grito trajo a un empleado.
A la hora, la cargaron en una camilla.
El protocolo legal le hizo perder el vuelo.

La mañana siguiente estuvo en el hospital. Su hijo había nacido a las 3:20 del día anterior. Lo tomó en sus brazos, como tantas horas antes a la mujer. Lo devolvió rápido. Corrió al baño. Vomitó.
No fue a ver a su esposa otra vez al hospital. Salió corriendo de allí. Abordó su automovil y condujo por horas. Por días.


lunes, octubre 03, 2011

en el roto, dixit carpentier


Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas---de haberme sentado en el mismo rincón,  de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisa papel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos—impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo y santidad.
Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier 

domingo, octubre 02, 2011

balacera en el mercado de pájaros, cuenta carpentier


Corrí a la esquina más próxima, para guarecerme en un soportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lotería dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájaros me separaba ya del fondo del hotel. Decidido por el zumbar de una bala que, luego de pasar sobre mi hombro, había agujereado la vitrina de una farmacia, emprendí la carrera. Saltando por encima de las jaulas, atropellando canarios, pateando colibríes, derribando posaderos de cotorras empavorecidas, acabé por llegar a una de las puertas de servicio que había permanecido abierta. Un tucán que arrastraba un ala rota, venía saltando detrás de mí, como queriendo acogerse a mi protección. Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedo abandonado, un soberbio guacamayo permanecía en medio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol. Subí a nuestra habitación. 

Los pasos perdidos, Alejo Carpentier

sábado, octubre 01, 2011

el balón, un cuentito

--Try it out--le dice el muchachito, le pasa el balón anaranjado y da un paso hacia atrás, haciéndose espectador.

Él lo mira: empapado, flaco, rapado y negro, como él, aunque en otro idioma.
Acomoda el balón en sus manos, recordando los lejanos juegos en la clase de la educación física del colegio. Exhala.

Venía corriéndole al aguacero, paraguas en mano, tras bajarse del bus, cuando pasó frente a la casa. Bajo la lluvia, el muchacho lanzaba la bola al canasto, clavado sobre la puerta de garaje y la encestaba. Una y otra vez. Chup, plaf.

Él se detuvo, le preguntó al muchachito si estaba bien.

El muchachito le sonrió. --Come, join me.
Él lo dudó por un segundo.
Pero recapacitó: ya, desde hace una semana, nadie lo esperaba en la casa; cosas de la vida, te acostumbras, se jode todo, sigues.

Guardó el paraguas. Decidió mojarse.