miércoles, agosto 26, 2015

renuncia, una columna

Esta columna apareció en El nuevo día el 26 de agosto del 2015. 
High Noon, de Edward Hopper.

Ella dice que le tomó tiempo, que dudó que fuese posible, pero que sí, que se puede hacer, y, cuando se hace, uno termina sintiéndose bien. “Puede dejar de importarte”, sería la traducción más precisa de su argumento.
Después de un segundo en el balcón de madera, en el que algunos mosquitos más llegaron a hostigarnos, añade que el primer paso es ése, aprender cómo desaparecer completamente (lo cual es una canción de Radiohead), que puedes simplemente decirte: “Me aburrí”, y replantear afinidades.
Dice ahora sólo preocuparse por este lugar, el pequeñísimo pueblo al que me acabo de mudar y en el que nos conocimos, y sus respectivos círculos concéntricos. “¿Qué se le debe a un país, quince años después de haberte ido?”, sería la traducción de otro enunciado que, por haberse pronunciado entre dos palpitantes sonrisas, no es menos contundente.
El suyo -mejor dicho, el anteriormente suyo-, es un país a grandes rasgos condenado por su geografía a lo que ella llama una misma discusión política con un siglo de cacareo encima. Un siglo de cacareo salpicado por bombas y violencia. La gente que aún está allá, dice, o que no está, pero que se preocupa (y ella lo hizo por once años, anota, como confesando un vicio), se mata buscando respuestas, se frustra al hallarle fallas a la más reciente, y vuelve a comenzar. Es lo mismo año tras año, década tras década. No habla de Sísifo, aquel griego que empuja el peñón jalda arriba, pero la imagen se hace inevitable.
Le pregunto acerca de su familia, sus amigos. Se me hace impensable cortar lazos tan dramáticamente con el topónimo natal. Me dice que los primeros se van muriendo o van emigrando, y los segundos se olvidan de uno, y ambas cosas ayudan al proceso. Un día despiertas y sólo hay dos o tres personas a quienes te gustaría visitar y ya está. “Casi como que lo insta la situación,” concluye.

jueves, agosto 13, 2015

y sigue, una columna

Esta columna apareció en El nuevo día el 22 de julio del 2015. 

Foto de RTVE.


El mes pasado me dije que no más, que ya está bueno de hablar de la crisis. El primer paso tomado fue dejar de colgar cosas en mi Facebook; el segundo, parar de comentarla; y el tercero, evitar discusiones personales que girasen en torno al tema. No dejé de seguir las noticias (ese viejo y frustrante vicio), pero me dije que ya no había más que decir. Que los pasados 8 o 9 años de crisis económica por fin trajeron el tema a la discusión pública en una clave distinta a la anterior, más apta -un registro más negativo, quizás, con palabras como inequidad, impago, recesión, etcétera). Iba a escribir sobre literatura. Eso quería.

Pero, entonces, la deuda que sabíamos impagable hizo frente a la cámara. Junto a ella, García Padilla, y Krueger, y todos los refritos de discursos que hemos visto popularizarse con una velocidad realmente sorprendente a nivel internacional de la boca de políticos, financistas, y economistas de ojos atrapados entre ombligos y fantasías libremercadistas que ni el viejo Adam Smith apoyaría (por lo menos sin dirigirse abiertamente a la necesidad de extinguir poblaciones, como hizo). Discursos y conversaciones (que si austeridad, que si sacrificio) que hemos visto explosionar con la misma velocidad con la que se popularizan, y no sólo en Grecia y en España. Son discursos que vimos estallar anteriormente (recordemos las secuelas de las neoliberalizaciones de las economías latinoamericanas en los 80 y 90 y sus funestos resultados sociales), pero que siguen regresando; la primera vez como tragedia; y la segunda, aún como tal.

Este mes, entonces, me veo diciéndome que lo que queda es, por lo menos, intentar vencer el cansancio y el aburrimiento. Tal vez quedarse con el cinismo, abrazarlo. Intentar que no sea uno desmoralizante. Intentar que sea un cinismo de potencias, un cinismo curioso, extrovertido. Tal vez uno que nos lleve a reunirnos, a conversar, organizarnos y, ojalá, hasta a hacer. ¿Cinismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad?

charleston, una columna

Esta columna apareció el 26 de junio del 2015 en El Nuevo Día.



En un manifiesto virtual, el asesino de Charleston dijo que le nació la conciencia, llamemos así su aparato vil, tras el asesinato de Trayvon Martin. Trayvon, que significativamente sería contemporáneo del asesino, fue finiquitado un febrero del 2012 tras un altercado con un guardia de palito privado que lo enfrentó por considerarlo de apariencia nebulosa (negro).
El revuelo mediático y la subsiguiente conversación sobre racismo sistémico llevó al asesino a Internet y a explorar la circunstancia de “su raza”. No fue su relación con la gente de color que conocía personalmente lo que le llevó a su radicalismo, dice, ya que con ellos siempre se llevó bien, sino que se radicalizó ante datos históricos, estadísticas y discusiones que encontró en Wikipedia y otras páginas.
Allí descubrió la amenaza a la “raza blanca”. Especialmente, a la raza blanca pobre, la que no tenía dinero para huir, la que era doblemente asesinada a manos oscuras, y extorsionada a manos judías. Allí descubrió que gran parte de sus clases de Historia habían sido falsas: que la historia de la esclavitud, del racismo, y del país, había sido distorsionada, etcétera.
En fin, tenemos que entender que lo del asesino de Charleston no es un radicalismo anacrónico. Es lo contrario: una irrupción de un terror muy contemporáneo, muy de la Web 2.0, muy de Fox News, muy del desmantelamiento del sistema de educación presente.
Un terror forjado en las brasas de las dos crisis del siglo XXI estadounidense: el golpe a la impenetrabilidad nacional que fue el 9/11 y el golpe a la estabilidad económica de la Gran Recesión. Es de estas dos crisis, también, que surgen los dos lados de la moneda que caracterizó la niñez y adolescencia del asesino. Cara: el apoderamiento derechista del Tea Party, y su influencia en la política “mainstream”. Cruz: la presidencia de Barack Obama, y su influencia en las conversaciones sobre raza que han ido entrando a la discusión pública.
Es importante tener todo esto en cuenta. Aunque sea sólo por reconocer los visos de nuestra época.