domingo, septiembre 28, 2008

cita: el joven autor, por Norman Mailer

En una nota que leí en algún sitio del internet que ahora no recuerdo, Norman Mailer habla de su carrera literaria, y de cómo, en los diez años que le siguieron a sus primeras dos publicaciones, fue que realmente se estableció como escritor y desarrolló su estilo, a pesar de que había tenido éxito comercial desde su número uno. Piensa que esto le pasa a todo escritor joven, excepto a aquellos que sufrieron alguna enfermedad de vida y muerte cuando niños--menciona a varios--y dice al respecto:
El joven autor promedio no está así de enfermo en la infancia ni es tan duramente golpeado por la vida temprana. Sus pequeñas muertes sociales son equilibradas a veces por sus pequeñas conquistas sociales. Así que escribe en el estilo de otros mientras busca el propio, y tiende a buscar palabras más que ritmos. En su apuro por dominar el mundo (raro es el escritor joven que no sea un pendejo consumado), también tiende a elegir sus palabras por su precisión, su capacidad de definir, su acción acrobática. A menudo su estilo cambia de escena a escena, de párrafo a párrafo. Puede conocer un poco acerca de crear atmósferas, pero la esencia de la buena escritura es que instala una atmósfera tan intensa como la de una obra teatral y después la altera, la amplía, la conduce hacia otra atmósfera. Cada frase, precisa o imprecisa, jactanciosa o modesta, cuida no meter un dedo hiperactivo a través del tejido de la atmósfera. Tampoco las frases se vuelven tan vacías de cualidad personal como para que la prosa se hunda en el suelo de la página. Es un logro que llega por haber pensado en la vida de uno hasta el punto en que uno la está viviendo. Todo lo que pasa parece capaz de ofrecer su propia suma al autoconocimiento. Uno ha llegado a una filosofía personal o ha alcanzado incluso esa rara meseta donde está atado a su propia filosofía. En esa coyuntura, todo lo que uno escribe proviene de la atmósfera fundamental propia.

sábado, septiembre 27, 2008

otoño, 5: pop, stop, pop, stop

1.
De camino a Bayamón, C. toma el ipod y comienza a buscar una canción que me dice que tengo que escuchar. Por un momento, se le olvida que está al volante, y a pesar de que la luz está verde y el automóvil que está detrás de nosotros está vociferando un muévanse—en el idioma claxónico de los autos—ella no acelera hasta encontrar la canción. ¿Qué es? Le pregunto, y ella se lleva su mano a la oreja, diciéndome escucha, escucha. Los primeros acordes me son completamente foráneos. Ella se ríe. Yo la imito. ¿No la reconoces? Me pregunta, como si estuviese segura que yo más que nadie debo conocer la pieza. Meneo la cabeza, porque los acordes me siguen ajenos. Pero de improviso siento el dedo índice de la canción deslizándose por lo hueco de mi oreja hasta alcanzar la parte defectuosa de mi cerebro que me imposibilita aprender las letras de mis canciones favoritas en su totalidad. Siento su uña sonora raspando esa parte, ese lóbulo, esa célula, que de seguro es roja y grisácea y asquerosa y me doy cuenta que sí, que conozco la canción. Comienzo a mover mi cabeza, a columpiarla, más bien. Suelto una carcajada. C. canta algunas líneas. Yo intento, pero no me salen. No recuerdo si para ese entonces, cuando la canción sonaba en la radio—¿entre el 1997 y el ’98?—ya mi disco duro musical se había afligido. Descubro que no. Que aún no se había desmenuzado porque me llega una línea a mis labios, una línea inexorable, una línea inapelable, innegable, inclemente, impía, implacable, inflexible y tan, pero que tan pop que me vuela las defensas y me posee, y me descubro embolsillando mi masculinidad por la duración de la pieza, por esos tres minutos obligatorios del pop MTV de finales del siglo pasado y abro la boca y canto: don’t you know it’s going too fast, racing so hard you know it won’t last. Don’t you know, why can’t you see? Slow it down, read the signs, so you know just where you’re going.
2.
Tengo doce años otra vez y estoy sentado frente al televisor. Soy pequeño, y gordo, y tengo los espejuelos más feos del mundo. Aún estoy en el uniforme marrón de la escuela. Aún mi mamá no me ha mandado a cambiarme. Aún no he llevado el bulto al cuarto. Carson Daily habla y habla y habla y me hace odiarlo más y más y más. Le deseo que desaparezca, le rezo a Dios (aún no había desaparecido, para ese entonces) porque le destruya la carrera, porque lo saquen de MTV y le den un programa en el spot más tarde de la televisión, para que su humillación sea total, y su fracaso genuino. Ahh…por fin, el video que esperaba, corro al VHS, me aseguro que esté encendido. Presiono el botón de REC. You just walk in, I make you smile. It’s cool but, you don’t even know me. You take an inch. I run a mile. Can’t win you’re always right behind me.
3.
Por fin he delineado todo lo que pasará en ‘adónde se fue el niño Andrés’, la novela que he querido escribir desde hace un año, pero que sigo interrumpiendo con otros proyectos. Por fin la tengo clara, o eso creo. Me digo que tengo que cambiar de tono, que tengo que practicar la narración con el tipo de primera persona que quiero, parecido a la de F. Scott Fitzgerald en el Great Gatsby, y que no se puede parecer en nada a Su nombre, Decepción, que también la escribí en primera persona. Escribiré un cuento, me digo. Y comienzo a escribirlo, y me divierto, y cuando por fin lo concluyo tengo un cuento de veintidós páginas a espacio doble. Un cuento de cuando fui a Argentina, utilizando datos de unas entrevistas que le hice a unos veteranos de guerra allá, mezclándolo con mentiras. Un cuento diferente, para lo que escribo normalmente. Con otro tipo de voz. Cuando lo releo me doy cuenta que me encanta. Que me encanta el narrador y todos los personajes, y que en muchos párrafos esbocé una serie de acontecimientos en los que podía expandir. Salgo de mi apartamento y camino a la universidad y se me ocurren otras situaciones que pudiesen tomar lugar en Buenos Aires. Algunas de ellas ficticias, y otras reales. Llego a la universidad y me digo que no. Que escribí un cuento. Entro a clases. Regreso a las seis de la noche, luego de salir del trabajo, a mi cuarto. Pongo el bulletin-board sobre la cama y le quito los pedazos de papel que le pegué—el outline para niño Andrés—y comienzo a escribir papeles nuevos, mientras escucho a Kevin Johansen, que Orlando me lo recomendó. Cuando por fin me acuesto a dormir, sé que el niño Andrés tendrá que esperar. Que tengo otra novelita que escribir.
4.
¿Por qué esconderlo? ¿Por qué censurarme?
Stop right now, thank you very much
I need somebody with the human touch
Hey you, always on the run.
Gotta slow it down, baby, gotta have some fun.

5.
Viva la Scary Spice.

sábado, septiembre 20, 2008

cita: minimalismo según D.F Wallace.

Todo el mundo está hablando del suicidio de David Foster Wallace. Yo no. Lo he evitado por completo porque jamás leí el Infinite Jest que tanto me recomendaron. Lo que sí leí hace algunos meses fue una entrevista que le hicieron para el Review of Contemporary Fiction que saca la University of Illinois at Urbana Champaign. Una entrevista buenísima, pero pesadísima que recuerdo me tomó casi un día entero leer. No sé cómo se llevó a cabo la entrevista, si por internet, o en persona. Lo que sí sé es que si fue en persona, el tipo sí era tan inteligente, tan brillante y tan pesado como dicen todos los que ahora lloran su muerte, a pesar de no haber leído nada de él. Cuando la leí, apunté una cita en mi libreta de citas, y aquí la reproduzco para repercutir en lo que critico. Relacionada con el minimalismo, con qué más:
Minimalism’s just the other side of metafictional recursion. The basic problem’s still the one of the mediating narrative consciousness. Both minimalism and metafiction try to resolve the problem in radical ways. Opposed, but both so extreme they end up empty. Recursive metafiction worships the narrative consciousness, makes "it" the subject of the text. Minimalism’s even worse, emptier, because it’s a fraud: it eschews not only self-reference but any narrative personality at all, tries to pretend there "is" no narrative consciousness in its text. This is so fucking American, man: either make something your God and cosmos and then worship it, or else kill it.

viernes, septiembre 19, 2008

otoño, 4: 1978

1.
Van tres décadas.
Debería ser más específico: treinta años, un mes, y dos días desde que una máquina heredera de Gutenberg vomitara una tirada de dos mil fantasmagóricos ejemplares del libro Llegaron los hippies y otros cuentos de Manuel Abreu Adorno.
Fecha exacta: 17 de agosto del 1978. Año que comenzó un domingo. Año en el que el vuelo 855 de Air India azotó contra el océano, en las afueras de Bombay. Año en que se pasó el referendo que autorizó las políticas de Pinochet en Chile. Año en que se propagó el virus de protestas y huelgas en contra de Somoza, en Nicaragua. Año en el que Roman Planski huyó hacia Francia, luego de declararse culpable por tener sexo con una lolita de trece años. Año en el que en La República de la Gente de China se permitió leer, por fin, a Aristóteles, a Shakespeare, a Charles Dickens. Año en que unos empleados mexicanos de energía eléctrica se tropezaran con las ruinas de la Gran Pirámide de Tenochtitlan en el medio de la ciudad. Año en el que Karl Wallenda no pudo aguantar y cayó sobre un Cadillac en San Juan. Año en que el presidente Jimmy Carter pospuso la producción de una bomba de neutrones, animal capaz de asesinar toda una población sin afectar los edificios. Año en el que, bajo la gobernación de Carlos Romero Barceló, la policía ultimó a dos independentistas puertorriqueños en un evento que todo el mundo conoce como el Cerro Maravilla. Año en el que asesinaron al papa Juan Pablo Primero. Año en el que se aprobó la constitución española que le restauró la democracia a nuestros primeros colonizadores.
Definitivamente van treinta largos años.
2.
Es viernes en la noche y estoy vestido como para salir a beber, pero me encuentro en la biblioteca Lázaro, en un cubículo de madera, sentado en una silla demasiado cómoda como para que esté en una biblioteca, leyendo una Virginia Quarterly cuando se me ocurre aprovechar el tiempo y entrar a la colección puertorriqueña y pedir dos libros que residían para mí en un plano ideal, dos libros claves en la obra de los autores a los que, como joven que escribe, le he prestado mucha importancia. Autores que, por estar muertos, me conceden el derecho de decir que si hubiesen vivido diez años más, nuestra literatura sería otra cosa diferente. El estudiante asistente de la biblioteca me entrega La Novelabingo de Ramos Otero y Llegaron los Hippies de Abreu Adorno y le doy las gracias. Aunque sé las respuestas, le pregunto que si estos libros no circulan. Me dice que no y busca algo en la computadora. Me siento a leerlos. Los leo por un rato. No puedo concentrarme en ninguno de los dos. Leo partes, en realidad. Le saco unas veinte copias a Novelabingo y me anuncian que van a cerrar. Cuando se los devuelvo, el muchacho de pelo negro me informa que hay una copia de la colección de cuentos de Abreu Adorno en Circulación. Miro el reloj, el teléfono celular. Aún no han llegado con la gente que me voy a encontrar, así que sigo hacia circulación y pido el libro. Lo tienes hasta octubre 18, me dice la chamaca que trabaja ahí y le pregunto si lo puedo renovar, una vez pase este plazo de tiempo. Me dice que pues claro. Le doy las gracias dos veces. Coloco el libro en mi bulto y salgo del lugar.
[Cambio de tiempo narrativo.]
Llegué al Vidy’s demasiado temprano. Llamé a Orlando y me informó que llegaría en veinte minutos—aunque terminó tardándose casi una hora. Pedí una cerveza y me senté a esperar afuera. Jamás había bebido solo. La gente me miraba confundida. Como preguntándose qué hace una persona sola. Yo sonreía y me decía que debían estar pensando que salí a beber solo. Luego, me percaté que tal vez estaba jugando a pie de letra el rol de persona que bebe sola. Las excusas, la espera, el mirar a la gente. Sentí la tentación de sacar el libro y leer. Pero, ¿leer en una barra? ¿Qué clase de pedantería es esa? ¿Leer en una barra un jueves en la noche, rodeado de estudiantes que quieren janguear? No lo hice, claro está. Por lo menos, no lo hice en el momento. Al rato sentí la tentación. Me dejé llevar. Saqué el libro encarpetado. Leí la reseña que le hizo José Luís González. Releí el primer cuento, el titular. Salté a la última página.
Esta edición de 2,000 ejemplares se terminó de imprimir en IMPRESORA PUBLIMEX, S.A. Calz. San Lorenzo. No 269 – 32, México D.F., el 17 de agosto de 1978.
Pronuncié el año en voz alta: Milnovescientossetentayocho.
Van treinta años, dije. Me compré otra cerveza. Orlando aún no llegaba.
Van treinta largos años.
3.
Otra vez estoy en casa de mi abuela. Intento dormir pero mi tía sigue hablando. Decido que leeré. Saco el libro. Mi tía saca un martillo y comienza a clavar algo en una pared. El ruido me marea. Se me ocurre algo. Me llega como un susurro. O un suspiro, no sé cuál. Salgo hacia el balcón. Me digo que van treinta años. Treinta largos años y no se consigue el maldito libro. ¿Cuál es la solución? ¿No lo es hacerlo disponible? Masificarlo, globalizarlo, regarlo por el Internet como otras tantas cosas? ¿Qué mejor homenaje? ¿Se lo hubiese podido imaginar el Manuel? ¿O serán treinta años demasiados años para poder proyectarse?

lunes, septiembre 15, 2008

otoño, 3: breves

1.
Un año más.
[Insertar reflexión filosófica].
2.
Quizás no. Quizás me confundo. Quizás se trata de un año menos.
3.
He comenzado muchísimas entradas para otoño. Muy pocas he terminado.
4.
Concluí Nocturno de Chile de Bolaño. Lo discutimos hoy en una clase. Creo que Juanluís está de acuerdo de que cada vez más, el Bolaño Demiurgo deja de parecer la moda que vi al principio, y se vuelve una realidad tan inexpresable que me deja como ahogado.
5.
Tengo que mencionarlo porque me pareció un acto bonito: Una compañera del sistema de bibliotecas me trajo un cupcake en una bolsita de cartón. Jamás me lo hubiese esperado.

domingo, septiembre 07, 2008

otoño, 2: no es él, es otra cosa la que tumba el trago

1.
JotaEle continúa virando el trago. El primero encima de Pé, un segundo encima de quién-sabe-quién. Un rato después, tumba algunas medallas. Lo miro y le advierto. Él me mira y tira de sus hombros. Algo está pasando. No sé si es dentro de él, dentro de Equis, dentro de Uve, o dentro de mí. No sé si tiene que ver con el clima, o la atmósfera, o el universo, o con la revolución religiosa de los átomos. Algo está pasando. De eso estoy seguro. Después de todo, no se supone que estemos aquí. No se supone que los sábados en la noche se visite Río Piedras. No se supone que baje de Caguas para rondar esas áreas, para regresar a Caguas. Definitivamente, hay algo pasando. Y, como confirmación de mi conjetura, nos tropezamos con Otro de los Nuestros, el difunto, que tampoco se supone que esté ahí. Lo sabemos desde un principio. Desde que comienza la noche, sabemos que no es una noche cualquiera. Hay otras cosas funcionando. No sé si es la materia negra, la materia azul, o la materia tutifruti, pero hay algo diferente en el aire. Y esa tensión invisible nos lleva a otros tropiezos, a momentos que no son parte de nuestras rutinas. A saludar gente que no saludaríamos, a hablar con gente con la que no hablaríamos, a permitirle a las once y media pasar sin separar a Lima y Belano.

2.
Dan las cuatro de la madrugada y estoy acá, en la laptop, y mis dedos insisten en que las esferas se atraen. Dique vociferan en voces lejanas. Dique vociferan en voces distintas. Instan porque no pueden sumergirse ya, porque ya no hay perilla que virar, ni llave que torcer; explotan como pequeños Hiroshimas Enlatados y lo único que puedo hacer es concluir este escrito y cerrar los ojos, para que el cansancio los colme.

lunes, septiembre 01, 2008

otoño, 1: el molde (y, the living dead)

1.
Hay un molde. De ese molde uno no escapa. Digamos que es una vorágine con forma, una vorágine estructurada, una vorágine que está hecha exactamente a nuestra medida. Y ambos caminos, el andado y el desertado, desembocan ahí. En el molde, en la vorágine-molde. Y nos damos cuenta demasiado tarde, cuando dices las cosas que todos han dicho, cuando ni haber leído con cojones te prepara para la inminente pronunciación del cliché. Entonces es que te rascas debajo de la quijada y concluyes: definitivamente hay un molde.
2.
Tu abuela cumple ochenta y ocho años; ahora habla más que nunca. Te despierta—siempre que llegas a Borinquen Pradera, allá en el área Rural de Caguas te da un sueño increíble y terminas recostado en su cama—y te pide algo que no te hace sentido. Te pide que le muevas la cama al otro cuarto. Al cuarto en el que vivió tu tío hace algunos años. Le haces caso, porque cumple años, y porque siempre le haces caso. Es una buena abuela, nadie dice lo contrario. Tu tía te interrumpe, a medio pasillo, te pregunta que qué haces. Moviéndole la cama. Se quiere mudar de cuarto. ¿A ese cuarto? Pregunta, interesada. Le contesto que sí, y continuó. La escuchas decir, ya cuando has movido la cama, cuando te limpias el polvo de las manos, que en ese cuarto dormía con tu abuelo muerto, hace quién-sabe-cuántos años. No sabes si sentirte preocupado, o feliz. ¿Será que sabe que vivirá muchos años más y no quiere perder los recuerdos? ¿Será que ahora que está más cercana a esa otra vorágine—esa que es más definitiva—quiere acercarse más a ese individuo? Piensas cosas bonitas, claro está, y miras uno de los cientos de marcos de fotos de primos, primas, tíos, tías, sobrinos, sobrinas, nietos, bisnietos, tatararanietos, que adornan el pasillo. Ves a tu abuelo. Sientes nostalgia, pero sabes que las relaciones de antes no eran peaches and cream. Las de ahora tampoco. Pero antes, antes las cosas eran… detente, no juegues con el tiempo, por fa.
3.
Fui a la playa ayer. Llovía. Dos amigas y un palestino. Hablamos de agua, de cosas, de la guerra, del Líbano, del Medio Oriente, del West Bank, del mundo, de nalgas de muchachas, del precioso travesti que últimamente trota por la Avenida Universidad y nos confirma que el mundo está cambiando, que ya no es tan fácil distinguir; que, tal vez, en un futuro no exista esa necesidad de distinguir.
Y, luego, en algún sitio, terminamos viendo The Night of the Living Dead, creo que es de apellido Romero, el director, del 1968. Me interesó cómo, en una película de la época, el protagonista, el que supo cómo hacerlo todo, era negro. Y cómo, irónicamente, luego de sobrevivir miles y miles de zombis, terminó siendo asesinado por un batallón de blancos. Terminó siendo apuñalado con hooks, y lanzado a una fosa común; terminó disminuido a mierda, como si nada de lo que hubiese hecho importase. La película en ningún momento me pareció de terror. En ningún momento me asustó, ni creó ningún tipo de emoción, más allá de frustración. ¿Cómo carajos iba a terminar muerto? ¿Cómo carajos una película puede hacerte eso? ¿Puede romperte el orden establecido? ¿Cómo puede reflejar tan bien el momento histórico en el que me encuentro viviendo? El protagonista terminó tropezándose con el molde del que hablé al principio. Desde un principio la vorágine estuvo ahí, tirándole mordiscos a sus talones. Y pienso que él lo sabía. Mucho había sobrevivido. Mucho duró. Pero, al final, tan ingenuo, tan humano, pensó que entre las voces, entre los ladridos de perros, que entre la ola de humanidad que se acercaba a su costa, estaría más seguro. Pobre, pobre hombre. Por lo menos, de los zombis sabía qué esperar. Por lo menos sabía que ellos estaban condenados a ser así. Que sus moldes eran mucho más apretados que el suyo. Pero los humanos, los malditos humanos…
4.
El color del calor ha comenzado a cambiar. Gustav ha entrado a los Estados Unidos y a Cuba. Tres lloviznas puntearon el día. Un sapo apareció en la terraza. Todo de acuerdo al plan, al molde, a la forma de otro otoño más.