1.
Hay un molde. De ese molde uno no escapa. Digamos que es una vorágine con forma, una vorágine estructurada, una vorágine que está hecha exactamente a nuestra medida. Y ambos caminos, el andado y el desertado, desembocan ahí. En el molde, en la vorágine-molde. Y nos damos cuenta demasiado tarde, cuando dices las cosas que todos han dicho, cuando ni haber leído con cojones te prepara para la inminente pronunciación del cliché. Entonces es que te rascas debajo de la quijada y concluyes:
definitivamente hay un molde.
2.
Tu abuela cumple ochenta y ocho años; ahora habla más que nunca. Te despierta—siempre que llegas a Borinquen Pradera, allá en el área Rural de Caguas te da un sueño increíble y terminas recostado en su cama—y te pide algo que no te hace sentido. Te pide que le muevas la cama al otro cuarto. Al cuarto en el que vivió tu tío hace algunos años. Le haces caso, porque cumple años, y porque siempre le haces caso. Es una buena abuela, nadie dice lo contrario. Tu tía te interrumpe, a medio pasillo, te pregunta que qué haces. Moviéndole la cama. Se quiere mudar de cuarto. ¿A ese cuarto? Pregunta, interesada. Le contesto que sí, y continuó. La escuchas decir, ya cuando has movido la cama, cuando te limpias el polvo de las manos, que en ese cuarto dormía con tu abuelo muerto, hace quién-sabe-cuántos años. No sabes si sentirte preocupado, o feliz. ¿Será que sabe que vivirá muchos años más y no quiere perder los recuerdos? ¿Será que ahora que está más cercana a esa otra vorágine—esa que es más definitiva—quiere acercarse más a ese individuo? Piensas cosas bonitas, claro está, y miras uno de los cientos de marcos de fotos de primos, primas, tíos, tías, sobrinos, sobrinas, nietos, bisnietos, tatararanietos, que adornan el pasillo. Ves a tu abuelo. Sientes nostalgia, pero sabes que las relaciones de antes no eran
peaches and cream. Las de ahora tampoco. Pero antes, antes las cosas eran… detente, no juegues con el tiempo, por fa.
3.
Fui a la playa ayer. Llovía. Dos amigas y un palestino. Hablamos de agua, de cosas, de la guerra, del Líbano, del Medio Oriente, del West Bank, del mundo, de nalgas de muchachas, del precioso travesti que últimamente trota por la Avenida Universidad y nos confirma que el mundo está cambiando, que ya no es tan fácil distinguir; que, tal vez, en un futuro no exista esa necesidad de distinguir.
Y, luego, en algún sitio, terminamos viendo
The Night of the Living Dead, creo que es de apellido Romero, el director, del 1968. Me interesó cómo, en una película de la época, el protagonista, el que supo cómo hacerlo todo, era negro. Y cómo, irónicamente, luego de sobrevivir miles y miles de zombis, terminó siendo asesinado por un batallón de blancos. Terminó siendo apuñalado con hooks, y lanzado a una fosa común; terminó disminuido a mierda, como si nada de lo que hubiese hecho importase. La película en ningún momento me pareció de terror. En ningún momento me asustó, ni creó ningún tipo de emoción, más allá de frustración. ¿Cómo carajos iba a terminar muerto? ¿Cómo carajos una película puede hacerte eso? ¿Puede romperte el orden establecido? ¿Cómo puede reflejar tan bien el momento histórico en el que me encuentro viviendo? El protagonista terminó tropezándose con el molde del que hablé al principio. Desde un principio la vorágine estuvo ahí, tirándole mordiscos a sus talones. Y pienso que él lo sabía. Mucho había sobrevivido. Mucho duró. Pero, al final, tan ingenuo, tan humano, pensó que entre las voces, entre los ladridos de perros, que entre la ola de humanidad que se acercaba a su costa, estaría más seguro. Pobre, pobre hombre. Por lo menos, de los zombis sabía qué esperar. Por lo menos sabía que ellos estaban condenados a ser así. Que sus moldes eran mucho más apretados que el suyo. Pero los humanos, los malditos humanos…
4.
El color del calor ha comenzado a cambiar. Gustav ha entrado a los Estados Unidos y a Cuba. Tres lloviznas puntearon el día. Un sapo apareció en la terraza. Todo de acuerdo al plan, al molde, a la forma de otro otoño más.