martes, junio 22, 2010

archipiélago, un cuento (y un comentario mínimo sobre r. carver y el minimalismo)

1.
Llevo tiempo sin poner algo acá. Cuando ando de viajes, insisto en escribir a mano. Recientemente, me pregunto por qué demonios, si la mente funciona mejor con teclas. Así que para romper el silencio, pongo aquí un texto breve, Archipiélago. Escribí esto como ejercicio recién mudado Atlanta el año pasado, cuando aún no tenía muebles en mi cuarto y lo que leía eran dos antologías de los estandartes de aquello que se le calificó 'minimalismo' estadounidense, o 'k-mart fiction', Raymond Carver y Mary Robison.
2.
Claro, en el caso de Raymond Carver, con la re-edición de What We Talk About When We Talk About Love el año pasado, en la que se restauraban todos los textos a sus versiones originales, habría que preguntarnos si el minimalista realmente fue el autor, o aquél Gordon Lish, editor responsable del Carver que habíamos conocido hasta entonces. Las versiones originales de los textos no sólo varían en su inclusión de párrafos gruesos y cargados e introspecciones copiosas, sino que hasta los nombres de los personajes son distintos, en ocasiones. Inclusive, más de uno de los cuentos muere lentamente al final, con oraciones que parecerían sobrar. Sé que para cualquier persona que escriba, una edición tan fatal, tan fuerte, una "amputación" como la llamó el mismísimo autor, es un acto horrendo. Y, por qué dudarlo, lo es. No obstante, prefiero el Carver creado por Lish, sobre el original. La edición de estilo también es un arte. Para ver un ejemplo de los cambios de Lish, pulsa aquí.
3. Bueno, el cuento.

Archipiélago

Lian llegó a nuestro apartamento un poco alterada. Lo supe desde que la vi entrar. En vez de seguir hacia el baño, como solía hacer todas las tardes, se quedó de pie mirándome. Yo estaba sentado entre los libros en el suelo de nuestro nuevo apartamento, aún sin enseres. Su pelo negro estaba apretado en un moño y su piel, pálida. Era obvio que no había tomado el shuttle, sino que había caminado las dos millas que nos separaban de la Universidad. Sólo vestía una fina blusa de algodón.

¿Estás bien? Le pregunté, y ella asintió en un movimiento sordomudo. Desde donde estaba, la escuché organizando su respuesta en su cabeza, traduciendo de su creole reuniónense, o de su francés, o cantonés al inglés.

—Un hombre murió hoy—dijo, luego de un segundo. Coloqué el libro que leía sobre la alfombra y la miré, esperando que continuase. Desde que nos mudamos juntos habíamos perfeccionado el arte de la paciencia. Nuestras conversaciones estaban compuestas por más silencios que por palabras. La traducción de ideas nos colocaba en frecuencia distinta.

—Un estudiante graduado—continuó, tomó uno de los artículos impresos que yo tenía en el suelo y lo ojeó, como solía hacer de vez en cuando con la esperanza de que algún día pudiese alcanzar mi idioma—del departamento de Teología. Estaba sentado en el noveno piso de la biblioteca, entre dos anaqueles, cuando uno de estos cayó sobre él.

—¿Cómo que cayó sobre él? —pregunté, prestándole más atención de la que antes.

—Se cayó. Como dominó. Nadie sabe qué pasó, o cómo comenzó. Sólo que un anaquel se volcó sobre otro y sobre otro, y sobre otro, hasta que alcanzaron el cuerpo del muchacho.

—¿Y él no los escuchó cayendo?

—Aparentemente no—dijo y me miró con sus ojos achinados. Sentí que había algo que no estaba captando, que no estaba viendo lo que ella claramente veía—estaba en el suelo, acuclillado, buscando algún libro de la primera o segunda línea. No se sabe.
—¿Cómo te enteraste? —inquirí, aunque realmente lo que quería decir era que me parecía imposible que él no los hubiese escuchado caer, los anaqueles. Después de todo, eran paredes inmensas de metal. Debieron haber dado algún aviso.
—Cuando subí al noveno piso, me tropecé con un lazo negro y una hoja que le daba el pésame a todos los que lo conocieran. Supongo que habrá salido en las noticias anteriormente.

¿Y lo conocías?

—No, no exactamente. Según la nota, se llamaba Jung. Tenía veinticuatro años, como yo. Era coreano. Creo que lo saludé en varias ocasiones. Creo que es uno que veía cuando iba a mi cubículo. Siempre estaba sentado en una de las mesas redondas que daban a las ventanas.

Que pena, comenté.

Lian asintió, aún ojeando el artículo que tenía en la mano. A pesar de que había dejado de hablar, me pareció que la conversación aún no estaba terminada. Para el poco tiempo que llevábamos viviendo juntos, me gustaba pensar que estábamos bien sincronizados. O por lo menos, lo mejor sincronizados que podíamos estar.

Esperaba porque yo le preguntase algo. Pasaba a veces. Su timidez le impedía decir lo que quería. Su familia la había criado como una niña modelo. Sus padres eran inmigrantes chinos en Réunión, la isla francesa en el océano Índico.

—¿Y qué sientes? —intenté. Aunque en otra situación podría parecer una pregunta tonta, en nuestra relación este tipo de cosas era permitido. Por todas las barreras que teníamos para comunicarnos, muchas veces parecíamos estar leyendo de un texto básico de instrucción de inglés como segundo idioma.

—A veces yo me acuclillo en esos anaqueles—dijo, buscando mi mirada—y también me distraigo, sabes cómo uno se pone. A veces no pienso en nada más, sólo en dar con el call number correcto, y sacar el libro sin más obstáculos.

—No te preocupes—le dije y me le acerqué—esas cosas no suceden dos veces. Y si sucediese nuevamente, dudo que no te percates de antemano. Te digo, eso tuvo que haber creado algún ruido. Además, la universidad, para evitar más demandas, corregirá el asunto.

Susurró algo en francés y se puso de pie. Pensé que el color había regresado a su rostro, que se veía un poco menos alterada. Siguió al baño, como recuperando su rutina, y yo resumí mi investigación. Esa noche tenía que terminar la solicitud de una beca que me garantizaría un año más de investigación para mi disertación.
No volvimos a hablar hasta que nos acostamos en la cama. A pesar de que el apartamento era pequeño, desde que pagamos la primera renta habíamos llegado a un acuerdo silencioso en el que yo estudiaría en la sala vacía, y ella en el cuarto adicional que habíamos transformado en oficina y biblioteca. De este modo, nunca interrumpíamos las labores del otro.

Casi no me di cuenta cuando entró a la cama y se deslizó entre las sábanas. Insistí en quedarme despierto en la oscuridad, esperando porque ella me dijera algo. Siempre compartíamos minucias antes de dormir. Opiniones de algún profesor, o de nuestra más reciente investigación. Quizás algún rumor de las otras personas de la Escuela Graduada. Consideré abrazarla, halar su pequeño cuerpo hacia el mío.

En ocasiones como esas temía invadir su espacio. Habían grados de silencios entre nosotros: silencios-promesas, silencios-transiciones, silencios-alegría, silencios-cansancio. Pero esa noche aquella sordina era una de los otras, de las excepciones, de esas que no son simplemente breves ausencias. De esas que son océanos invencibles. De esas que hacen hincapié en que provenimos de islas en extremos distintos del planeta y que, por más que intentemos, jamás podremos sanar la brecha.

—No puedo dejar de pensar en él—dijo, casi cuando me quedaba dormido—cada vez que cierro los ojos soy yo la que está distraída entre los anaqueles. Soy yo la que, por un segundo, siente los huesos quebrándose. Me pregunto qué libro habrá sido el que buscaba.

Sentí su cuerpo temblando. El breve murmuro de lágrimas crepitando por sus mejillas. Sentí que las placas tectónicas que mantenían las dos plazas de la cama unidas se desprendían en un silencioso terremoto. Que el océano que nos separaba se hacía más profundo que nunca. La escuché añadir algo en su idioma natal, esa lengua huérfana que sólo escapaba de su boca y que me era aún más inaccesible que el francés. Me abstuve de responder y aguanté la respiración. El aire se había espesado. Cerré los ojos lentamente, fingiéndome dormido. Afuera, oí el tren pasar.

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