Esa espera de sala de médicos. Esa caravana de hombres y mujeres en batas blancas que pasan sin tocar a la puerta y, sin un hola ni un adiós, ponen las manos enguantadas sobre el problema. Ese momento en el que desapareces, así, de golpe, te deshaces en moléculas, y ellos se intercambian miradas, como si en el contacto de ojo y ojo surgiese el conocimiento: la respuesta al problema. La salida muda de la pequeña habitación sintética y limpia ¿límpida? de los curanderos. El silencio que cunde latiendo en las orejas. El mirar que devuelves a las fotocopias que tienes sobre la falda—y que ellos ignoraron totalmente, lo único legible es el texto que vistes—de algunos fragmentos de la correspondencia de El Almirante. Leer a Colón escribiéndole a algún individuo, diciéndole que ha descubierto algo—un continente, piensa el hombre, aunque será sólo una isla—justo cuando entra el doctor, preguntándote si puede medir el problema, para tener una idea más segura.
—Un mapa —piensas, y te ríes.
Puta. Leer a Colón en sala de médicos.
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