2. Tuve dos sueños anoche. Uno largo. Larguísimo. Casi como una película. Recuerdo que abrí los ojos en ese entredormir de los sonámbulos y me dije, guao, que sueño largo. Sin embargo, ahora que me siento a escribirlo sólo recuerdo la escena final. Iba caminando por una calle embreada con un grupo de gente cuando de golpe la brisa se hizo ráfaga; y la ráfaga se hizo acoso. Luego de caerme y azotarme, me aguanté a un poste de madera, temiendo que el tendido eléctrico se soltase y me electrocutase. Frente a mí, como una cintilla fílmica, veía gente empujada por el céfiro dictatorial, vi gente cayendo, golpeándose feo, frentes ensangrentadas. Una cuerda cayó desde lo alto. Una cuerda de esas viejas, como de plástico, amarillentas y rasposas. Miré hacia arriba, y me percaté que estaba atada al poste. Me la amarré a la cintura e intenté despegarme de mi pilar, como experimentando. El viento me podía empujar sólo unos cuantos metros, pero siempre la soga resistía. Era fuerte. Entonces, como uno de esos indios aztecas que se lanzaban del tope de una columna y daban vueltas alrededor de ella, o como uno de los nativos de las Islas Pascua, que se lanzaban al mar desde muy lejos, muriendo al azotar (o quizás simplemente como un rescatista que salta de un helicóptero), me comencé a lanzar hacia el centro de la carretera con esperanzas de atrapar a uno de los transeúntes agolpeados. Las primeras dieciséis fracasé. Y recuerdo que fueron 16, porque al intentarlo me dije, mi madre nació en febrero 16, mi padre en abril 16, y mi hermano en mayo 16. Pero entonces, vi a una nena, una nena que parecía nene y que en el sueño reconocí como una conocida de la niñez y, tomando impulso, me lancé hacia ella. O, mejor dicho, el viento me arrancó hacia ella. Para mi sorpresa, ella hizo lo mismo. También tenía una soga amarrada de su cintura. Desafortunadamente, ninguna de las dos era suficientemente larga. Así que volábamos hacia el centro de la calle, en círculos, y nuestros dedos casi tocaban, como un extraño reloj cuyas manecillas van en direcciones contrarias pero jamás se encuentran en el doce, casi tocándose, una encima de la otra. Me desperté.
3. En el segundo sueño, breve, estaba esposado en un interrogatorio de policías. A un costado de la mesa, estaba casi todo el escuadrón. Algunos en uniformes, otros en civiles. Unos con caras de policías de películas, otros de guardias de comics, y otros simplemente de detectives privados: largos y enjutos, con peste a cigarrillo. El interrogador principal estaba enojado—al parecer, esto llevaba algunas horas—y salió de la habitación. El hombre inmediato a mi izquierda se inclinó hacia mí, y me susurró coopera, dinos a todos, ¿qué fue lo que hiciste? ¿cómo lo hiciste? Ni en el sueño, ni luego, al despertar, cuando supuestamente gocé de las glorias de la lucidez, supe de que hablaban. El tono de este hombre era simpático, buena gente. Lo que me quería decir es que si no cooperaba, me iban a hacer cooperar, como en las pelis. Le dije que lo haría. Y él me dijo que era una buena idea, que no me gustaría ser golpeado frente a todos ellos. Y al decir “todos ellos”, apuntó hacia el otro costado de la mesa—tenía forma de u, no lo sabía. Este lado se estiraba, absurdamente hasta el fondo de la habitación, que yo no podía ver. Y ahí estaba todo el mundo sentado: amigos, ex novias, familia, gente que se corre en las mañanas por mi barrio; todo el mundo. Cuando los vi, una felicidad grosera se apoderó de mí, y me puse de pie, aún esposado, y salté a la mesa, y para mí sorpresa como audiencia onírica, comencé a bailar con un talento que no tengo. Bailé y mientras lo hacía pensé el video de más y más de Robi Rosa, porque era eso lo que bailaba. El policía simpático me miraba perplejo, e intentó detenerme, me dijo detente, detente. Todos mis conocidos, aplaudían, sonreían, excepto algunos—a lo que no le caigo muy bien, mi ex, por ejemplo. Bailé por largos minutos, pero entonces algo me hizo sentirme amargo, miré a mis espaldas, sin detenerme, sin dejar de mover piernas, brazos, cuellos, nalgas, y vi al interrogador principal, con una cadena amarrada alrededor de su puño, como maleante de cuarta en película de los setenta. Acto seguido, miré hacia mis conocidos, y reconocí al final de la mesa, el final que no se veía antes, a un tipo idéntico a mí. Me dije, coño, que mucho me parezco a mi hermano mayor, pero no era él, Carlos estaba al otro borde de la mesa. El tipo con mi cara estaba serio, brazos cruzados. No molesto, no agitado. Nada tan cotidiano. Algo peor, algo que me hizo detenerme allí, quedarme quieto: una seriedad cuyas dos fronteras eran la decepción y el asco. Me detuve. Bajé de la mesa. Regresé a mi asiento. Y me desperté.
4. —Qué sueño más pendejo: literal y cliché—me dije al abrir los ojos. Una variante del clásico juicio en el que el jurado son tus conocidos. Pero pues, ¿puede un sueño ser cliché? No importa. Qué día triste será la mañana en la que nos despertemos acordándonos de todos nuestros divagares nocturnos. No hay tiempo para eso. Ni entonces ni ahora. Tengo cosas que hacer, trabajo que escribir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario