Sara suelta, sin sentido, en la escalera, su desgracia: "Me compré una agenda para tener prioridades. Pero no tengo. Encontré que ni con agenda. Es que nunca he tenido prioridades. No las encuentro".La secuencia (comprar agenda primero; encontrar las preocupaciones y los registros de jerarquía interna después) suena a política isleña merecedora de lagrimones o risotadas, dependiendo del grado de stress que azote. Pero la verdad es que los intentos de improvisar tras agarrar el mítico mango de sartén se multiplican y devoran. Es la adhocracia, el opuesto de la burocracia. Por definición, la jerarquía es abolida. Todos contribuyen al bienestar según habilidades y talentos. Cambia el liderato según las necesidades. Pero, como diría Ang Lee, Lust, Caution.
En la adhocracia, esa maldita pared del poder poluto e injusto se derrumba gracias al esfuerzo y presión de muchos, de text messages y tweets y manifestaciones, y entonces... ¿Entonces qué? Ahí el detalle. La pregunta tiene que llegar antes de comprar la agenda. O debería. La felicidad en El Cairo, las protestas en Yemen y Bahrein, la movilización en Wisconsin, la pax sin pax en Río Piedras - ni lo mismo, ni se escriben igual. No todas vienen acompañadas de algún resistro de prioridades. Henry Jenkins nos recuerda la novela de Cary Doctorow, Down and Out in the Magic Kingdom. La fuerza de la consensualidad ahora controla los sueños y las cuitas de Mickey y compañía, y el público - los audiócratas - decide presente y futuro. Hasta en Disney, es difícil gobernar. Lograr lo que se quiere significa, ante todo, eso mismo: Querer algo antes de lograrlo.
Es la ciencia fricción. La fricción inunda los pasajes más recónditos y los más visitados. El pensamiento se esconde en Facebook. Las estrategias se trafican en panaderías, y se archivan después del segundo café. Los tomos de inteligencia destilada no se divulgan. Aún con agenda comprada, algo se pisa y algo no aranca.
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