La escalera se torció frente a él. Se hizo
un espiral, una chorrera, un torbellino hecho de pequeñísimas vorágines
ansiosas por consumirlo; y, al otro lado, llovía. Llovía un aguacero frío, aguacero
hecho para darle fin al espeso calor que humedecía impregnablemente esas ocho
de la noche. Llovía y él en chancletas, y él allí, frente a ese escalón, con
todo puesto en su contra, a sus espaldas un espacio cálido, a sus espaldas una
opción, un hueco que apuntaba a otra vida, pero insistía en la escalera, y esa
insistencia surgía de su piel, no de un supuesto interior, pero sino de una
pulsión en su piel que declaraba su existencia por primera vez, y, en su voz
neonata le ordenaba a descender, a saltar, a desperdigarse por aquél
acantilado, a alimentar el sinnúmero de fauces que esperaban, impávidas, por su
banquete, por esa oportunidad de devorar las temporalidades paralelas que
surgirían tan pronto él tomase la decisión. Y lo hizo. Dio el paso. Bajó la
escalera casi corriendo. Abordó el automóvil.
Por la algarabía de la diluvio, no escuchó la puerta cerrarse detrás de él.
Por la algarabía de la diluvio, no escuchó la puerta cerrarse detrás de él.
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