martes, marzo 26, 2013

una vida, (o, hablar de literatura), una columna

Acá cuelgo mi columna de este mes, que salió martes, 26 de marzo del 2013, en vez de miércoles como se suponía, titulada "Una vida". El link pueden encontrarlo acá
Hay una anécdota literaria que me gusta, aunque seguramente esté afectada por el tiempo y la imaginación. Corría el 89 o el 90 y Edgardo Rodríguez Juliá y Manuel Ramos Otero conducían a lo largo del Viejo San Juan, en silencio. Imaginemos que iban en un Volvo viejo, cuadrado, con los vidrios abajo. Sería la penúltima vez que se verían. Manuel, uno de los grandes escritores de este país, asomaría la cara por la ventana abierta, ya en las postreras etapas de la enfermedad que lo desprendería. Edgardo, a su lado, no diría nada, porque qué podía decir ante quien se balancea sobre la raya. Afuera, alguna brisa húmeda golpearía el auto, algún adoquín crujiría. 

Toda esa noche habían hablado de literatura. Sólo tocando el otro tema, ése primero y último, brevemente, antes de regresar a la calidez de la experiencia literaria, el tono, el realismo, etcétera. Manuel y Edgardo no eran amigos del mismo modo que lo son dos vecinos. Eran cómplices, digamos. Extraños que se habían descubierto en un mismo barco, como lo pueden hacer los miembros de un jurado hermanados ante la posibilidad de decidir sobre la muerte ajena. 

Se verían una vez más. Edgardo se acercaría, pero no tanto. Manuel se hallaría más allá que acá, descansando en el regazo de su hermana. Tras un momento, se enderezaría, rechazando ayudas, y comentaría acerca de lo difícil que se le hacía aceptar la compasión. Como antes, los dos escritores evitarían decir más al respecto, haciendo contrapuntear el silencio con conversaciones sobre literatura y proyectos inconclusos. Después de que Edgardo se despidiera, esa última vez, Manuel sería sólo un nombre en algunas portadas, en un librero; un bigote que se haría cada vez más borroso en la memoria. 

Alguien me comentó ayer que, tomando en cuenta la segunda barrera a la pena de muerte vista en nuestras cortes el sábado, una columna sobre el veredicto vendría bien. Pero no tengo nada que añadir acerca de asesinos y su justo castigo. Lo único que podría ofrecer, realmente, es esta anécdota ajena, tierna, sobre ese vacío que queda después de la pérdida, no de un autor, sino de una vida. Cualquiera.




martes, marzo 19, 2013

what if literature is marked by its form, asks legrás

What if literature is marked not in its content, ideology, or morality, but in its very form, by the presence of elements belonging to a regional--mostly European, mostly bourgeois--design? What if this form--especially since it is always historically incarnated--reveals itself to be content? And finally, what if a notion of literature as the ideology of the total commensurability of experience, the transparent translation of any location, has survived all the attacks on the universal that we have seen in the development of structuralism, post-structuralism, postcoloniality, and postmodernity? 




Horacio Legrás, Literature and Subjection. The Economy of Writing and Marginality in Latin America. 

miércoles, marzo 13, 2013

la julia, columna


Acá cuelgo mi columna del mes pasado, de la sección Buscapié de El Nuevo Día, 27de febrero del 2013. El link original pueden accederlo cliqueando aquí.


La Julia

Nuevas transfusiones serán necesarias para la vida del poeta”, escribió Julia de Burgos en un periódico neoyorquino en 1944. Abrazado a su mano y hundido en una cama de hospital estaba Lloréns Torres, débil. En silencio y en una esquina de la habitación, Corretjer y Consuelo Lee Tapia.

El cuarto habría de sentirse cargado, a pesar de la limitada fauna. Julia le escribiría a su hermana, algún tiempo después que, desde antes de que publicara el pedido, sabía que Lloréns no habría de recuperarse. Le explicaba que las transfusiones, ésas que describiría en la nota periodística como de sangre y “espíritu”, no eran para abolir lo inevitable, sino mera prórroga. Lo que quería era “sostenerle la vida hasta su llegada a Puerto Rico”.
Eso lo logró, pero quedose trastocada cuando el enfermo tomó el portante. Me gusta imaginar que, por un momento, se percató lo equivocada que estuvo años atrás, y que estaría años después, cuando decía querer “morir conmigo misma, abandonada y sola”. Ante la muerte de Lloréns, Julia parecía pensar todo lo contrario. Sus cartas y artículos periodísticos retaban a la Julia mortecina, le insistían que la muerte era cuestión comunitaria y que nadie debía irrumpir en ella desamparado, a ras.

Excepto ella, sabríamos después. Eso es lo que incomoda al leerla decir que aquello, aquella muerte por la cual había convocado a todos sus amigos en Nueva York, aquella muerte escrita e imaginada, la había tomado por sorpresa, empujado hacia el acantilado.

La semana pasada Julia de Burgos hubiese cumplido 99 años, si no hubiese sido porque alcanzó la esquina de la 104 con Quinta Avenida y sucumbió, imaginemos que sin dolor.

Dicen que la vieron en julio del 1951, que caminaba a un homenaje a Lloréns, aquél que la había enfrentado, por vez primera, al límite infranqueable. Dicen que para entonces evitaba a todos; que no quería saber de quiénes se habrían prestado, nuevamente, a la transfusión. Dicen que no se parecía, que la enfermedad la había amarillentado, hinchado, llenado sus ojos todos “de sepulcros de astro”. Les sonrió a los presentes “tendida, agotada, dispersa”.

Julia moriría sola en el 53, y luego nos encontraría.