Acá cuelgo mi columna del mes pasado, de la sección Buscapié de El Nuevo Día, 27de febrero del 2013. El link original pueden accederlo cliqueando aquí.
La Julia
Nuevas transfusiones serán necesarias para la vida del poeta”, escribió Julia de Burgos en un periódico neoyorquino en 1944. Abrazado a su mano y hundido en una cama de hospital estaba Lloréns Torres, débil. En silencio y en una esquina de la habitación, Corretjer y Consuelo Lee Tapia.El cuarto habría de sentirse cargado, a pesar de la limitada fauna. Julia le escribiría a su hermana, algún tiempo después que, desde antes de que publicara el pedido, sabía que Lloréns no habría de recuperarse. Le explicaba que las transfusiones, ésas que describiría en la nota periodística como de sangre y “espíritu”, no eran para abolir lo inevitable, sino mera prórroga. Lo que quería era “sostenerle la vida hasta su llegada a Puerto Rico”.
Eso lo logró, pero quedose trastocada cuando el enfermo tomó el portante. Me gusta imaginar que, por un momento, se percató lo equivocada que estuvo años atrás, y que estaría años después, cuando decía querer “morir conmigo misma, abandonada y sola”. Ante la muerte de Lloréns, Julia parecía pensar todo lo contrario. Sus cartas y artículos periodísticos retaban a la Julia mortecina, le insistían que la muerte era cuestión comunitaria y que nadie debía irrumpir en ella desamparado, a ras.
Excepto ella, sabríamos después. Eso es lo que incomoda al leerla decir que aquello, aquella muerte por la cual había convocado a todos sus amigos en Nueva York, aquella muerte escrita e imaginada, la había tomado por sorpresa, empujado hacia el acantilado.
La semana pasada Julia de Burgos hubiese cumplido 99 años, si no hubiese sido porque alcanzó la esquina de la 104 con Quinta Avenida y sucumbió, imaginemos que sin dolor.
Dicen que la vieron en julio del 1951, que caminaba a un homenaje a Lloréns, aquél que la había enfrentado, por vez primera, al límite infranqueable. Dicen que para entonces evitaba a todos; que no quería saber de quiénes se habrían prestado, nuevamente, a la transfusión. Dicen que no se parecía, que la enfermedad la había amarillentado, hinchado, llenado sus ojos todos “de sepulcros de astro”. Les sonrió a los presentes “tendida, agotada, dispersa”.
Julia moriría sola en el 53, y luego nos encontraría.
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