sábado, mayo 16, 2015

alta cultura, cultura de masas, y desembuchar un rifle en un concierto como metáfora para hablar de literatura y política

lecturas sueltas de esta semana

1. El estado de la cultura 10.Ignacio Sánchez Prado, en HORIZONTAL.

La revista Horizontal, de México, lleva un tiempo publicando una serie de “entrevistas” (o de cuestionarios), a una variedad de críticos de la cultura. El número diez le tocó al crítico mexicano Ignacio Sánchez Prado, quien no sólo es un lector increíble sino también un amigo. Sus respuestas todas anuncian el tipo de trabajo crítico e intelectual que lleva a cabo—un enfoque a lo institucional en el arte, sea cual sea, y a la lectura cuidadosa de obras y contextos, etcétera. Entre sus respuestas, la más que me gustó, y que me parece apta, es la que le da a la pregunta de “¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre ‘alta cultura’ y ‘cultura de masas’? ¿Por qué?”. Esta pregunta normalmente es despachada de un manotazo fundado en un populismo que se canta democrático y que aplana tales distinciones de un modo que mucho tiene de político, pero muy poco de descripción real de las prácticas y objetos culturales. Nacho, por el otro lado, la responde de otro modo: la distinción entre “alta cultura” y “cultura de masas’, dice,
Tiene sentido en la medida en que la distinción refiere  a medios distintos y a prácticas sociales distintas. Pero no la tiene como criterio de valor, porque no hay relación necesaria entre un género o medio específico y el valor o densidad estéticos. Si se hace un mapa al vuelo de la cultura norteamericana actual y sus producciones más valiosas, uno puede por supuesto citar literatura experimental (como la novelística de Tom McCarthy o la poesía de Charles Bernstein), pero también importan libros de circulación masiva, como Gone Girl, que es una gran novela sobre la crisis económica de 2008 y que fue llevada por David Fincher al cine.
Aunque parecería ser un gesto sencillo, el constatar la diferenciación en tanto prácticas e instituciones entre distintos modos de cultura, hace posible un estudio de objetos culturales “populares” que no cae en el populismo, o en la batata moralista de la lectura recia de los peores tipos de cultural studies (representations of x and y in w and z). Creo que el mejor ejemplo de esto lo lleva a cabo en su libro Screening Neoliberalism, que estudia el desarrollo de la comedia romántica en México institucional y artísticamente. Lo chévere de las lecturas de Nacho, es que tienen sentido tanto para críticos como para creadores. Es decir, leyendo crítica literaria (que es la que me interesa normalmente) muchas veces me encuentro con argumentos que, en tanto académico, me hacen sentido; pero en tanto creador, me hacen pensar que el crítico en cuestión no entiende la literatura en tanto práctica o institución artística inserta en tradiciones, redes sociales, etcétera. Acá Nacho explica más abstractamente su comentario en torno a “alta cultura” y “cultura de masas”:
Dicho esto, me parece esencial observar que, si se toma en serio la idea de que tanto la “alta cultura” como la “cultura de masas” producen registros estéticos importantes, hay dos consecuencias inescapables. La primera es que, como críticos de la cultura, tenemos la obligación de entenderlas todas y no operar desde descalificaciones a priori de prácticas completas (como sucede con frecuencia con el “arte contemporáneo”). Todas las prácticas y medios tienen practicantes brillantes y mediocres, pero juzgar la práctica entera basados en lo mediocre es equivocado e, incluso, deshonesto. Si yo dijera que la poesía mexicana debe tirarse a la basura toda porque la mayoría de sus poemarios son malos, narcisistas, aburridos o lo que sea, se pegaría un grito en el cielo. Pero hay gente muy cómoda diciendo que el arte contemporáneo no sirve porque hay artistas que hacen bobadas en museos. El crítico serio de la producción actual no puede darse el lujo de ser prejuiciado.


La segunda consecuencia, difícil de aceptar para muchos, es que nadie puede llamarse a sí mismo una persona culta si solo conoce la alta cultura. El ser “culto” en nuestros días es más difícil que antes porque hay muchos más géneros que atender (muchos de ellos en la cultura de masas) y una persona que no ve televisión o que no conoce la música pop no es más culta que una persona que no lee literatura o que no le gusta la ópera. Yo creo que a aquellos que tenemos el privilegio (porque ser culto es un privilegio de clase en una sociedad tremendamente desigual de la que nos beneficiamos nos guste o no) de acceder a la cultura tenemos la obligación de conocerla tout court, sin la coartada de nuestros prejuicios o sensibilidades. Si algo nos enseñaron los estudios culturales, tan denostados en nuestro país por lo mal entendidos y estudiados que han sido en el medio literario, es precisamente que el culturalismo no es un relativismo. Más bien, tenemos que conocer todo lo que se produce para de ahí poder valorar.

2.The Gunshot Concert, por David Marcus, en DISSENT.

En este breve ensayo que sirvió de introducción a un número de DISSENT sobre literatura y política, David Marcus lleva a cabo un esbozo rápido de la relación entre literatura y política. Comienza, por eso del gancho, llevándonos al París del 1935, en el que, ante la amenaza presentada por la ascendencia NAZI, se celebró el Primer Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura. El congreso atrajo a un ramillete de más de doscientos y pico de escritores de casi treinta y tantos países a la sala de la Maison de la Mutualité a disertar en torno a asuntos como “el rol del autor en la sociedad”. Ellos también buscaban, a grandes rasgos, pensar la relación entre literatura y política. Imagino que el congreso fue sendo party de sentencias y grandes palabrotas, asistido por Anna Seghers, Bretcht, Robert Musil, E.M Forster, Victor Serge, Breton y Eluard, los surrealistas, etcétera. Según Marcus, el asunto “lasted five days and its speeches tallied to several hundred pages. Its aim was to turn the cultural philistinism of the Second International on its head—to demonstrate how literature and politics were entwined—and it concluded with Gide’s spirited call to arms: his demand for a new littérature engagée to seed a world revolution”.

En el congreso, se tocaron muchos de los puntos inevitables en tal discusión, y muchas de las respuestas que escuchamos aun hoy en día. Gidé y muchos escritores del congreso, nos dice el autor, coincidieron en que la novela debía ser el sitio de la crítica social—“a kind of hybrid of Marcist political economy and Victorian social realism that we often now call the ‘social novel’ (or sometimes the ‘naturalist novel’)”. Mientras, los surrealistas insistieron que lo radical de la literautra se hallaba en lo cortante de una expresión que revelaba lo absurdo de la vida cotidiana, y no tanto en su capacidad de representación. A estos dos, Marcus le añade la novela política a la Malraux o Hemingway, una novela política que no estaba comprometida con una ideología en particular, pero que narraba el camino hacia una: “they documented the drama and traumas of radicalization: the heated escitement and numerous dissapointments of political action”.

Marcus continúa diciendo que si hay mucha literatura a la Gidé y a la los surrealistas, no hay tantas al estilo de Malraux y Hemingway. Habla, por supuesto, de la literatura estadounidense, de la cual dice: “With rare exceptions, contemporary American literatura has limited itself to sociological inquiry or formalist experiment instead of mining the murky depths of political commitment”. Esto quizás sea el resultado de los fracasos que nos legaron Dos Passos, Mary McCarthy, Saul Bellow y Ralph Ellison. Tras los fracasos de la posguerra, “the novel was now an atlas of self-doubt and abnegation. Rather than narratives of radicalization, we now had dramas of disillusionment: declarations of political independence. As Lionel Trilling put it in his own novel of midcentury disillusion, life in America was “no longer a matter of politics.”” Ante este panorama, Marcus presenta una serie de preguntas que no busca responder él, pero se las deja a los autores que participan en el número—hace unas semanas comenté uno de estos, el ensayo de Niki Saval sobre la novela de la oficina estadounidense. El número entero es buenísimo.



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