En una crónica publicada en noviembre, el periodista Jaime
Flores Sánchez cuenta de su viaje a Marquetalia, poblado que figura en la
historia de Colombia como nido mítico de las FARC, espacio histórico de las llamadas
repúblicas autónomas, epicentro de medio siglo de violencias. Para el periodista,
como para muchos colombianos, a pesar de que Marquetalia pertenece a la memoria
colectiva, su localización y cotidianidad estuvieron hasta esa visita a merced
de la imaginación. Es cierto que el país entero ha sufrido cincuenta largos
años de guerra, pero es allí, en ese poblado, y en las otras muchas regiones
rurales del país que bien pudieran remplazarlo, donde el conflicto bélico hace
mucho dejó las marras de lo explícitamente político para hacerse más ordinario
e inminente; clima, atmósfera, etcétera.
Flores Sánchez fue invitado por organizaciones
encargadas de un proyecto de pavimentación que comienza a integrar al país esas
regiones de la cordillera Central. Las vías en sí son importantes. En algún
momento fueron parte de los reclamos de los primeros campesinos insurrectos.
Pero al periodista le llama más la atención las repercusiones de la guerra en
lo duro de la vida, en los hábitos y afectos de los residentes. Por ejemplo, la
niña que, al ver a un fotógrafo retratar a un campesino, se asusta y no puede
sino apuntar lo visto; la amiga que le ruega que se calle, para que no la
maten.
El viernes de la semana pasada fue un día histórico. La firma del cese de fuego
entre el gobierno y las FARC y su plan de implementación, a pesar de
limitaciones, apunta hacia una nueva época. Será aquella en la que el país
tendrá que rendirle cuentas a esas niñas, pues es allí, en la desarticulación
de esa comprensión tan visceral de la realidad bélica, donde se encuentra la tarea
más difícil que enfrentará la Colombia futura. Será tarea ardua, sin duda. Pero
esperemos que, por lo menos, pueda llegar a intentarse.