La imagen está detenida y tú en plena acción, tu brazo estirado, tu mano apretando un gabete del que has tirado y, en el aire, a punto de azotar el de tu contrincante, está tu gallito, un poco escascarado porque accidentalmente lo raspaste al sacarlo de la vaina de algarroba. Míralo cómo vuela.
Eres el menor de la calle. O, por lo menos, de ese grupo de vecinos. Te encantaría ganar. Casi nunca ganas. Hasta ese momento. En ese instante, lo crees posible. Pones, por un segundo, todas tus esperanzas en esa semilla dura. Imaginas que si ganas te tomarán un poquito más en serio.
Entonces la imagen se activa; se lanza hacia delante, como si pasara de Pausa a Fast Forward, echando a un lado el Play. Tu gallito le pega, con fuerza, al del otro. Una nube de polvo se levanta. Vuelan pedazos de cáscara. No sueltas el gabete. Tu vecino tampoco. No quieres mirar, pero miras. Tu gallito está clavado en el de él.
Parpadeas y el minuto insiste en pasar y te sorprendes al ver que tu gallito, en cuestión de nada, se deshace, se desmorona. El de tu contrincante permanece intacto. Perdiste otra vez.
Te acuerdas de esto tras un sueño, tantos años después. Ese encuentro lo recuerdas claramente. ¿Fue esa la última vez que jugaste? Es posible. ¿Cómo se jugaban los gallitos exactamente? Se te hace difícil precisarlo. Estás casi seguro de que ni tan siquiera los habías pensado en una década. Lo buscas en YouTube. Hay un video. Lo ves. Te ríes. Sientes la necesidad de ponerlo en Facebook. Otros se ríen y comentan.
Decides escribir de ello. No es nostalgia, lo sabes. Es, en todo caso, un intento, en estos días en los que todo está en juego, en venta, de registrarlo, de incluirlo en un inventario que fije la antigua forma de tus días. ¿De nuestros días?