A veces las formas que tenemos de hacer el tiempo legible nos fallan. De golpe miras el calendario y ese día intenso y alegre que recién viviste realmente fueron seis. Te descubres en ese momento incapaz de procesar lo vivido, de decir qué aprendiste, si algo. Para asirlo, lo que queda es alternar al registro periodístico, sacudir lo inenarrable. De modo que te ves obligado a decir, tanto a los demás como a ti mismo, que el miércoles pasado culminó, en Cartagena y Bogotá, un encuentro asociado al Hay Festival llamado Bogotá39, en el que participaste por casi una semana.
El evento partía de una lista del mismo nombre, curada por Carmen Boullosa, Leila Guerrero y Darío Jaramillo, que ofrecía un panorama de escritores prometedores latinoamericanos menores de 40. Era la segunda edición de una del 2007, en la que Yolanda Arroyo representó la isla. En el marco del Festival, se dieron charlas que partían de la literatura para hablar del desplazamiento, de lo político, del activismo, de la desigualdad de género, la creatividad, etcétera, aunque siempre se regresó a aquello por lo que estaban allí, los libros…
Y ya. Me disculpo. Apenas puedo añadir mucho más que eso. Siento que le hago una injusticia al evento. Culpo a la persona que decidió meternos en un hotel, hacernos convivir como si de un experimento social se tratase. Confieso que no sé qué pasó allí que fuera memorable para un público lector y que me siento como parte de un culto, testigo deficiente, pero creyente al fin, de un pequeñísimo milagro.
Si algo puedo decir aquí con certeza, es que, durante el Bogotá39, aquel largo día que realmente fueron seis, se vivió, entre una treintena de desconocidos, un extrañísimo momento de sincronía, un momento a partir del cual se suspendió lo cotidiano y, como si en un vacío, lo literario fue suficiente para entablar complicidades.
Supongo que sí aprendí algo; que la literatura también es eso: el imprevisible misterio de coincidir con extraños.