“Hacienda proyecta la pérdida de 500,000 contribuyentes en cinco años”, anunció un titular de este diario esta semana. Cuando lo leí, me tembló un poco la mano. Me abaniqué, y, a pesar de que nunca había sentido una cosa así, concluí que aquello era una alegría inusitada, profunda. La alegría surgía del hecho de que, por primera vez, pude imaginarme un Puerto Rico más justo y equitativo.
La caminata hacia ese horizonte de la igualdad sería jalda arriba, me dije.
Valdría la pena imaginársela como una sangría, el procedimiento médico más popular desde la antigüedad hasta el siglo XIX. Las sangrías o flebotomías implicaban hacer un tajito en una vena periférica a través del cual un paciente dejaba salir un chorrito continuo de sangre. La expulsión, creeríamos, culminaría en beneficios ya que dejaría escapar malos humores. Si lo de llenar un envase de sangre parecía de mal gusto al paciente, también podrían colocarse, de manera estratégica, una serie de sanguijuelas que chuparían la sangre infectada. Al finalizar el proceso, una vez toda la sangre había sido eliminada, el paciente habría de volver a fortalecerse, tras un periodo de descanso.
Para restaurar y fortalecer a la isla, para crear un Puerto Rico justo e igualitario, sería necesario continuar la sangría. Con quinientas mil emigraciones más cada cinco años, en cuestión de treinta, la isla se vaciaría, y podría tomarse un break. Las sanguijuelas las hemos tenido pegadas al costado desde el principio de nuestra historia, aunque ahora están halando más sangre que nunca. Si, desde entonces, nuestra clase política sólo ha sido capaz de trabajar para sí, quizás dejándole el canto y yéndonos todos nosotros para otros lares, redistribuirían el bienestar y accederían a garantizarle a la población restante, que serían ellos mismos, un poco de dignidad. Quizás sin pueblo, también se comprometerían a la justicia e igualdad.
Ignoremos que, a menudo, las sangrías mataran a los pacientes. Podría ser una victoria de esas que llaman pírricas.
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