No pretendo que mi verano—visto a través de estos escritos—sea uno tintado en morbo, ni mucho menos uno en el que la muerte esté presente—¿para qué recordárnoslo?—constantemente. Mas, escribo este brevísimo párrafo para jurar que nunca jamás volveré a comprar las pequeñísimas trampas de pega para atrapar ratones.
El condenado cuadrito negro llevaba al lado de la puerta que da para mi balcón cinco meses, sin atrapar nada. Cinco meses. El jueves recuerdo decirme Sergio, tienes que botar esa trampa, ya no debe servir. ¿Para qué dejarla? Ya no quedaban ratones. Me había librado de ellos mágicamente, el día que puse los cuatro tipos de trampas—como dice—cinco meses atrás. No sé cómo, ni por qué, pero desde la mañana después no volví a ver rastro alguno de los roedores. Concluí que debía dejar esa trampa en específico, esa de la puerta, para evitar que regresaran. No haría daño alguno.
2.
Hace como dos semanas entró un lagartijo a mi apartamento. Tal vez más. Puede ser. Entró pequeñito; un pegajoso celaje marrón y crema. Tomé la escoba en mis manos, con la única intención de librarme de él, pero me dio lástima. O quizás vi la utilidad de tenerlo allí. Desde abril, los mosquitos no me dejan en paz. Me hostigan hasta el sopor. ¿Se comerá esta última plaga—entiéndase, el lagartijo—a la primera, los mosquitos? No tenía, la menor idea. Así que lo permití quedarse. En las mañanas, de vez en cuando, me lo encontraba saltando por mi escritorio, o detrás del televisor. Una vez encima de la nevera. Cada vez estaba más grande, más gordo. La población de mosquitos no había sufrido merma aparente, pero algo debía estar comiendo el reptil.
3.
Llego de casa de Samuel, medio ebrio, a las tres y pico de la mañana. Meto las manos en mis bolsillos y saco las seis servilletas que tengo ahí. La mala costumbre no se me quita. Cuando veo un paquete de servilletas o papel toalla, me dan unas terribles mañas y termino cogiendo una, doblándola en cuatro, y echándomela al bolsillo. Cuando las lanzo en la la bolsa de basura, mi hermano me dice algo—está viendo televisión. No recuerdo responderle. Me doblé para recoger uno de los cuadrados de papel, que no logré encestar, y mi mirada se tropieza con el lagartijo, con la pega, con la pequeña esfera de negro líquido que es su ojo.
Que mierda, dije en voz alta, y tomé la pega por los bordes y la subí a media pulgada de mis ojos, para someter al animal a mi escrutinio—o falta de. Se me tuerce algo adentro cuando veo que el torso está agitado, inflándose, y desinflándose. Lo alejé un poco. Lo volví a acercar. Lo miré bien. Buscaba una hendidura, algún piernita o algo para sacar al animal, pero sus piernas, colas, y costado derecho están hundidos en la masa pegajosa. Si lo halo, terminaré cercenándolo, me recordé. No había nada que hacer, así que hice lo peor. Algo tan humano que ya a medio instante de haberlo hecho, me arrepentía: lo lancé a la bolsa de basura. Lo acomodé, para que no se pegara con las otras cosas. Suficiente era morir pegado, para añadirle la humillación de morir embarrado de mierda.
Di media vuelta y me acosté a dormir. Samuel me prestó Instrumentario de Rafael Acevedo, y antes de quedarme pega’o, leí un poquito. El segundo poema me impactó. Una línea simple, nada trascendental. Su efecto probablemente incrementado a la milésima potencia por la mezcla de substancias que yacía en mi fosa estomacal: Un cangrejo dicta: dos jueyes en una misma cueva no pueden vivir, comienzan a moverse de lado, no hay suyeres que decir, se matan a palancazos. Otro ha dicho: el mundo está en otro sitio y se aleja incomprendido. Así se pasan la vida.
4.
A las siete y cuarenta y cuatro de la madrugada ya estaba de pie. No sé cuanto dormí, pero no podía continuar en la cama. Sentía mi estómago retorciéndose. Salí a la sala. Fui al baño, oriné. Me lavé la boca. Abrí la nevera. Recordé la basura, el lagartijo, la pega. Ya debe estar muerto, me dije. Rebusqué en la basura y saqué el cuadrado pegajoso. La esfera de negro líquido, el costado agitado, la mirada terca. Inhalaba, exhalaba, inhalaba, exhalaba. Un buche de vómito me apretó la garganta, pero lo contuve. No era de pena, sino del hangover—pero lo más seguro algo tuvo que ver. Que mierda, que mierda, dije. Que puta mierda.
¿Qué hago? ¿Cómo lo saco? ¿Cómo lo salvo? Mil preguntas corrían de lado a lado, en un relevo circular idéntico a los de los field days de la escuela intermedia en los que siempre me llevé una mera cintilla azul de Participación, pero ya cuando se me ocurrió una respuesta, ya cuando sabía cómo salvar a mi compañero el lagartijo, ya para ese momento lo había lanzado devuelta a la bolsa y la había cerrado con un nudo duro, un nudo de boyscout, un cabrón nudo entre él y yo, tan y tan fuerte que rompía cualquier relación entre mis acciones y sus consecuencias.
Fui al baño y me enjuagué la boca. No podía dejar de pensar en Uncle Ben, en el sabio consejo del tío del Hombre Araña: with great power, comes great responsability.