1.
La increíble necesidad de ser autosuficiente se ve como lo que es—un inevitable y primal grito infantil—cuando te descubres solo en una nueva habitación demasiado pequeña, demasiado desnuda de las marcas que transforman a objeto equis en propiedad privada, bebiendo un poco del galón de agua que compraste en Walgreens de un vaso de plástico—que por su parte le pediste a Rubén veinte minutos antes, frente a una barra bastante concurrida, porque olvidaste traer envases, platos, y utensilios para comer.
2.
El ominoso no-saber-qué-esperar de las muchas primera vez.
3.
—¿Aquí es que vives?—la pregunta, y luego la mirada decepcionada que percibes a pesar de que nunca se originó; que percibes y permites que se filtre por los poros de tu rostro y que se acumula en el lado escondido de tus ojos como lágrimas de bochorno que exigen salida.
—Lo sé, lo sé—comienzas y quieres apretar la garganta, imposibilitar la salida de esos verbos que sabes que vienen, esos verbos que habías silenciado hasta el momento pero que le dan la razón, que materializan las dudas que hasta el momento jugaban a polizontes a bordo de trasatlántico.
4.
Escuchas algo y rápido te pones atento. Enciendes la luz del cuarto y esperas porque se repita. No te das cuenta que tu mano ha apretado el celular y que tu dedo pulgar está listo para presionar el número de Norma, para aceptar que tienes miedo, que temes que algo suceda. Mas, al repetirse, descubres que es sólo el abanico que hace que una bolsa de plástico—dónde traías el galón de agua marca Walgreens—corra y revolotee por el cuarto, como un niño que celebra su segundo cumpleaños en una casa de brincos.
5.
Los llantos de las mujeres en pena que no quieres aceptar, que te impiden cruzar la frontera entre el imperialista desvelo y el tercermundista ensueño. Los llantos de las mujeres que te hacen pensar en lo difícil que son algunas cosas, en las querencias y carencias, carnales y metafísicas. Los llantos de las mujeres que—si estuvieras despierto sería obvio— claramente son los noctámbulos maullares de la luna de gatos que habita en la hojarasca del patio.
6.
Te lavas la cara con el jabón de Neutrogena que te compraste, porque tienes la cara reseca, y te miras—sin espejuelos, y con la lavaza en la barba—en el espejo y escuchas al silencio retumbar, al silencio hacer hincapié de que estás solo, de que por fin te has alejado y que estás solo.
7.
¿Qué almorzarás, ya que no tienes muchos chavos, ah?
Lo que trajiste fue arroz, maíz.
Recuerdas la arrocera, que tienes que fregar.
Recuerdas los hotdogs que lanzaste al freezer.
No te preocupes, algo se te ocurrirá.
8.
Te permites la libertad de caer en el colchón. De poner el abanico a la velocidad que quieras, de acomodar el libro rojo que estás leyendo a tu derecha, para leer cuando te levantes, sin la preocupación de que alguien lo mueva, por curiosidad. Miras una vez más el cuarto. Te dices que es un cuarto feo. Te dices que si la gente lo ve, vería un chinchorro, un cuarto de mal prostíbulo. Te dices que hay mucho que hacer. Que habrá que arreglarlo, que meterle mano, que hacerlo tuyo. Sólo entonces, comienzas a ver como esas aves de plumas technicolor cruzan la risible frontera quimérica y sueltan, a tus pies, las pajas, las pequeñas ramas, las hojas resecas y, al final, un pequeño libro encuadernado en carpeta dura, de matices anaranjados oscuros.
Lees la portada: Instrucciones de Cómo Ensamblar un Nido.
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