—Había una perra—comienza Quintín—muy parecida a Rory en un lugar muy parecido a esta ciudad. Pero mucho más frío. Una ciudad al otro lado del mundo, en otro mundo, en la que todo era nieve y el frío era una fiera que salía de su jaula desde temprano en el año…
No era una historia particularmente feliz. Pero Quintín la había practicado ya. La había endulzado para cuando Ivette se la pidiera, luego de que él le hubiese captado la atención con la del primer galán en el espacio—nunca lo hizo. Tenía todo lo necesario para ser filmada por Disney. Quintín la dramatizó. Transformó a Laika en una víctima de la sociedad, en el producto de una madre o un padre o un dueño desquiciado que la lanzó a los fríos inviernos de Moscú. Describió a detalle los estragos, las patadas que le plantaron en el costado los hombres altos y rubios y de quijadas cuadradas que recorrían las calles soviéticas en chaquetas de pieles, las escupidas que le lanzaban los niños, las pedradas que le cercenaban triángulos de piel, que le abrían las puertas a la impávida violencia de los elementos. Era una vida dura, le explicó, andar solo por calles congeladas. El mundo deslizándose alrededor de Laika como una exposición de museo. A la izquierda una familia feliz, a la derecha, un dueño dándole de comer a su mascota. Más adelante, en la vitrina 5, verán lo maravillosa que puede ser cualquier vida excepto la tuya.
Pero, a veces, sólo a veces, el azar se equivoca y le concede una pequeña alegría hasta a los más jodidos, y esa bienaventuranza se le acercó a Laika con un pedazo de pan y una sonrisa y le dijo: te estaba buscando, pequeña cachorrita, soy el doctor Oleg. Y Laika lo miró desconfiada, le ladró, le enseñó los dientes no porque fuese capaz de morderlo, sino porque no podía creer que alguien viniera y por buena voluntad le ofreciera una gracia. Mas, el hombre no retrocedió, sino que dejó caer el pedazo de pan y sacó otro pedazo. Y así siguió, pedazo tras pedazo, hasta que los ojos oscuros y daltónicos de Laika descubrieron una pequeña llama en los de él, una pequeña luminosidad que emanaba calor, y aunque el hombre la pateara después, aunque cuando menos se lo esperara le hincaran una pedrada al cráneo, lo más que añoraba Laika en ese momento era un poco de calor.
Al llegar a lo que sería su casa por algunos meses, una habitación blanca, con insignias a doquier y la cara de un hombre al que todo el mundo miraba con devoción, Laika descubrió que no era la única, que había otros dos cachorros que, sin decir nada, sólo de verlos, sabía que habían vivido las mismas tragedias que ellas. En ningún momento se dijeron nada, porque presentían que sólo uno de ellos permanecería. Sólo uno de ellos satisfaría las expectativas del doctor Oleg. Y, sólo por esa razón, Laika aguantó todo. Soportó ser encerrada en una jaula por días, sólo para ser removida y encerrada en una más pequeña, como una muñeca china dentro de la cuál siempre hay una más diminuta y más diminuta. Soportó comer comida en liquiditos, que a pesar de que sabían a demonios la alimentaban, soportó mil y una pruebas tan sólo porque el doctor Oleg la miraba siempre a los ojos y ella estaba segura que él lo sufría tanto como ella, que él quería poder salvarla de aquellas pequeñas torturas, pero que si lo hacía, lo obligarían a devolverla a la calle, a devolverla a esa nieve tan despiadada y tan cruel.
Entonces, un día la sacaron, la colocaron encima de una mesa y apenas podía caminar. Le tomó dos, tres intentos llegar adonde Oleg para lamerle la mejilla. Él le tomó el hocico con ambas manos y le susurró algo. Le susurró ahora gózate las próximas horas, y se la entregó en los brazos a otro doctor que siempre había estado ahí, a un doctor que en las noches se asomaba por su jaula y le ofrecía una galleta dura, una promesa de que todo mejoraría. Y el doctor, Yazdovsky se llamaba, la montó en un auto negro y cruzaron las pistas de hielo y nieve por las que había sobrevivido por tres largos años, y ella observó la nieve, y la nieve la observó a ella y le habló en su idioma de ráfagas y témpanos que jamás nadie podía descifrar, pero que Laika entendía, porque lo había vivido, porque había sentido su mordisco arrastrarla en más de una ocasión hasta esa vorágine hosca que es la falta absoluta de calor.
Al detener el auto, el doctor Yazdovsky la cargó hasta una casa que si algo tenía de sobras era calor, una casa adornada con ornamentos que Laika jamás había visto, una casa en la que la recibió una mujer, una mujer alta y ancha y preciosa porque no la miraba con asco, una mujer que le extendió un plato de unas carnes calientes que Laika devoró en un segundo. Y cuando terminó de comer, envueltos en un alboroto de risas y palabras, emergieron dos niñas de una habitación y comenzaron a rascarla detrás de la oreja, y comenzar a jugar con ella, a lanzarle bolas para que las recogiera, a abrazarla, a darle un sentido aún más cálido, aún más placentero a la palabra calor. La noche transcurrió así, sin que la nieve interviniera, sin que la nieve pudiese adentrarse en aquél santuario, y sin darse cuenta, se quedó dormida.
Cuando se levantó estaba encerrada nuevamente en una jaula. Pero esta vez era distinta. Esta vez tenía paredes con cojines y la comida en forma de gel a la cuál se había acostumbrado. Y al otro lado del vidrio estaba Yazdosvsky, que ni por un segundo de los dos días en los que estuvo ahí encerrada se movió. A veces, aparecía el doctor Oleg y le decía cosas adorables, cosas que la hacían ladrar de la emoción, que la hacían ansiar estar de regreso en aquél castillo, estar abrazada en el centro de una familia. Pero no sucedería. La mañana del cuarto día ajuntaron su jaula a una serie de propulsores que la mandaron al espacio, y Laika, apretada por la velocidad contra el vidrio, y los ojos pegados al visor observó las nubes de nieve quedarse abajo, observó a Oleg y a Yazdovsky desaparecer, observó todo encogiéndose cada vez más, todo lo bueno, todo lo malo, todo el frío. Se quedó dormida, en una ocasión, y al levantarse, vio al planeta Tierra hecho una pelota debajo de ella. Al principio no supo lo que era, pero luego, como si la habilidad de reconocer el terruño estuviese instalada en el más profundo disco duro de toda especie nacida en el seno del globo terráqueo, la realización la azotó y, por primera vez, Laika se supo especial, se supo única en el planeta. Y ahí terminó su historia y Suzanne sonrió con los ojos cerrados y dijo un: ¿escuchaste eso Rory? Y Quintín siguió acariciándole el cuello hasta que la pensó dormida. Y en ningún momento le dijo que Laika murió asfixiada, que murió quemada porque el life-support system de la astronave estaba averiado, porque hacía demasiado calor afuera, porque jamás ni Oleg ni Yazdovsky consideraron devolverla con vida, porque si no hubiese muerto por fallas técnicas, hubiese muerto envenenada con una porción de la comida que había sido alterada para asesinarla en pleno viaje. Porque detrás de las buenas intenciones siempre hay algo más, hay algo oscuro, y frío, tan frío como la nieve.
No era una historia particularmente feliz. Pero Quintín la había practicado ya. La había endulzado para cuando Ivette se la pidiera, luego de que él le hubiese captado la atención con la del primer galán en el espacio—nunca lo hizo. Tenía todo lo necesario para ser filmada por Disney. Quintín la dramatizó. Transformó a Laika en una víctima de la sociedad, en el producto de una madre o un padre o un dueño desquiciado que la lanzó a los fríos inviernos de Moscú. Describió a detalle los estragos, las patadas que le plantaron en el costado los hombres altos y rubios y de quijadas cuadradas que recorrían las calles soviéticas en chaquetas de pieles, las escupidas que le lanzaban los niños, las pedradas que le cercenaban triángulos de piel, que le abrían las puertas a la impávida violencia de los elementos. Era una vida dura, le explicó, andar solo por calles congeladas. El mundo deslizándose alrededor de Laika como una exposición de museo. A la izquierda una familia feliz, a la derecha, un dueño dándole de comer a su mascota. Más adelante, en la vitrina 5, verán lo maravillosa que puede ser cualquier vida excepto la tuya.
Pero, a veces, sólo a veces, el azar se equivoca y le concede una pequeña alegría hasta a los más jodidos, y esa bienaventuranza se le acercó a Laika con un pedazo de pan y una sonrisa y le dijo: te estaba buscando, pequeña cachorrita, soy el doctor Oleg. Y Laika lo miró desconfiada, le ladró, le enseñó los dientes no porque fuese capaz de morderlo, sino porque no podía creer que alguien viniera y por buena voluntad le ofreciera una gracia. Mas, el hombre no retrocedió, sino que dejó caer el pedazo de pan y sacó otro pedazo. Y así siguió, pedazo tras pedazo, hasta que los ojos oscuros y daltónicos de Laika descubrieron una pequeña llama en los de él, una pequeña luminosidad que emanaba calor, y aunque el hombre la pateara después, aunque cuando menos se lo esperara le hincaran una pedrada al cráneo, lo más que añoraba Laika en ese momento era un poco de calor.
Al llegar a lo que sería su casa por algunos meses, una habitación blanca, con insignias a doquier y la cara de un hombre al que todo el mundo miraba con devoción, Laika descubrió que no era la única, que había otros dos cachorros que, sin decir nada, sólo de verlos, sabía que habían vivido las mismas tragedias que ellas. En ningún momento se dijeron nada, porque presentían que sólo uno de ellos permanecería. Sólo uno de ellos satisfaría las expectativas del doctor Oleg. Y, sólo por esa razón, Laika aguantó todo. Soportó ser encerrada en una jaula por días, sólo para ser removida y encerrada en una más pequeña, como una muñeca china dentro de la cuál siempre hay una más diminuta y más diminuta. Soportó comer comida en liquiditos, que a pesar de que sabían a demonios la alimentaban, soportó mil y una pruebas tan sólo porque el doctor Oleg la miraba siempre a los ojos y ella estaba segura que él lo sufría tanto como ella, que él quería poder salvarla de aquellas pequeñas torturas, pero que si lo hacía, lo obligarían a devolverla a la calle, a devolverla a esa nieve tan despiadada y tan cruel.
Entonces, un día la sacaron, la colocaron encima de una mesa y apenas podía caminar. Le tomó dos, tres intentos llegar adonde Oleg para lamerle la mejilla. Él le tomó el hocico con ambas manos y le susurró algo. Le susurró ahora gózate las próximas horas, y se la entregó en los brazos a otro doctor que siempre había estado ahí, a un doctor que en las noches se asomaba por su jaula y le ofrecía una galleta dura, una promesa de que todo mejoraría. Y el doctor, Yazdovsky se llamaba, la montó en un auto negro y cruzaron las pistas de hielo y nieve por las que había sobrevivido por tres largos años, y ella observó la nieve, y la nieve la observó a ella y le habló en su idioma de ráfagas y témpanos que jamás nadie podía descifrar, pero que Laika entendía, porque lo había vivido, porque había sentido su mordisco arrastrarla en más de una ocasión hasta esa vorágine hosca que es la falta absoluta de calor.
Al detener el auto, el doctor Yazdovsky la cargó hasta una casa que si algo tenía de sobras era calor, una casa adornada con ornamentos que Laika jamás había visto, una casa en la que la recibió una mujer, una mujer alta y ancha y preciosa porque no la miraba con asco, una mujer que le extendió un plato de unas carnes calientes que Laika devoró en un segundo. Y cuando terminó de comer, envueltos en un alboroto de risas y palabras, emergieron dos niñas de una habitación y comenzaron a rascarla detrás de la oreja, y comenzar a jugar con ella, a lanzarle bolas para que las recogiera, a abrazarla, a darle un sentido aún más cálido, aún más placentero a la palabra calor. La noche transcurrió así, sin que la nieve interviniera, sin que la nieve pudiese adentrarse en aquél santuario, y sin darse cuenta, se quedó dormida.
Cuando se levantó estaba encerrada nuevamente en una jaula. Pero esta vez era distinta. Esta vez tenía paredes con cojines y la comida en forma de gel a la cuál se había acostumbrado. Y al otro lado del vidrio estaba Yazdosvsky, que ni por un segundo de los dos días en los que estuvo ahí encerrada se movió. A veces, aparecía el doctor Oleg y le decía cosas adorables, cosas que la hacían ladrar de la emoción, que la hacían ansiar estar de regreso en aquél castillo, estar abrazada en el centro de una familia. Pero no sucedería. La mañana del cuarto día ajuntaron su jaula a una serie de propulsores que la mandaron al espacio, y Laika, apretada por la velocidad contra el vidrio, y los ojos pegados al visor observó las nubes de nieve quedarse abajo, observó a Oleg y a Yazdovsky desaparecer, observó todo encogiéndose cada vez más, todo lo bueno, todo lo malo, todo el frío. Se quedó dormida, en una ocasión, y al levantarse, vio al planeta Tierra hecho una pelota debajo de ella. Al principio no supo lo que era, pero luego, como si la habilidad de reconocer el terruño estuviese instalada en el más profundo disco duro de toda especie nacida en el seno del globo terráqueo, la realización la azotó y, por primera vez, Laika se supo especial, se supo única en el planeta. Y ahí terminó su historia y Suzanne sonrió con los ojos cerrados y dijo un: ¿escuchaste eso Rory? Y Quintín siguió acariciándole el cuello hasta que la pensó dormida. Y en ningún momento le dijo que Laika murió asfixiada, que murió quemada porque el life-support system de la astronave estaba averiado, porque hacía demasiado calor afuera, porque jamás ni Oleg ni Yazdovsky consideraron devolverla con vida, porque si no hubiese muerto por fallas técnicas, hubiese muerto envenenada con una porción de la comida que había sido alterada para asesinarla en pleno viaje. Porque detrás de las buenas intenciones siempre hay algo más, hay algo oscuro, y frío, tan frío como la nieve.
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