1.
Si Obama perdiese tendría que aceptar que veintidós años son demasiado pocos para entender los engranes que hacen que todo esto fluya. Que las palabras no me dan para abrazarlo, que el tan-citado desencanto de mi generación es—mal cliché—justo y necesario. Que es inevitable. Tan inevitable como un aguacero en pleno otoño, o una insolación en verano de sequía.
2.
Sí, lo acepto. Deposito mis esperanzas en las elecciones de un país con un sistema diferente, de un país que no es el mío y, al mismo tiempo, lo es. Las deposito allí porque no sabría cómo posicionarme aquí para lanzar el balón a la canasta. Porque no sé desde dónde es que son tres puntos, y desde dónde dos. Porque no sé en dónde es que se hace el gol, ni qué palo se usa para un buen juego de golf. Todo me parece idéntico e igualmente errado. Me voy de culo jurando que A es B, y que B es C, pero que C no es A. Y tengo que aceptar que nunca fui bueno para el álgebra, ni la geometría, ni para la aritmética. No sé cómo es que funcionan las variables. Sus abstracciones se me hacen tan lejanas como azuladas palmas bailantes, como el jíbaro que viste esa pava color sangre, o la cruz blanca, ¿de qué es la cruz blanca? Ya ni sé.
3.
Pero, ¿cómo saber si todo es lo mismo?
Me siento que escucho un disco de pasta, un LP, le llaman; o un casette o tape en pleno mil novecientos noventa y uno, Antes de Napster. Estoy seguro—lo juro, in fact—que después de la primera canción viene la segunda y, luego, la tercera. Que no hay opción de shuffle. Que no puedes brincar a una pista grabada en el ‘72 en medio de una canción sin tener que cambiar el disco—y andas en el tren, con el bulto vacío.
4.
Mierda.
Me voy a jugar The Sims 2.
Allá gana quien yo quiera que gane.
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