domingo, junio 27, 2010

otra posibilidad pa' la alegría, dixit Volpi

Existe, claro, otra posibilidad. Los alemanes, tan aficionados a los abismos, la llaman Schadenfreude. La alegría ante el dolor ajeno.

Jorge Volpi, con una que otra línea buena en una novelita blah, El Jardín Devastado.

sábado, junio 26, 2010

comunidá


1.
La chica cansada sirve las dos cañas y me cobra. Es que hay mucha gente, dice. No es por ti. Añade y le coloco el dinero sobre la mano. No te preocupes, le digo. Es que me hace sentir pésimo, me dice. Le sonrío. Ella ya está con otro cliente. Cargo las dos cervezas hacia donde Steph y me siento en la mesa que temblequea cada vez que clavo mi dedo en tecla. La Señorita I. me escribe por el chat. La hago esperar un segundo, en lo que termino este párrafo y escribo dos a continuación.
2.
En Madrid sólo llevo cuatro días. No pretendo conocer la ciudad. Creo no sufrir del caprichoso egoísmo del turista: ese que te hace pensar capaz de gozar de una autenticidad ajena a otros; que te lleva a interrumpir las rutinas de los residentes para presumir con extranjerías curiosa.
3.
El otro día, tras salir de la Biblioteca Nacional, tomé una siesta en nuestro piso, que está cerca de la estación La Latina. Quince minutos después, me levanté de mal humor. Algún ruido había interrumpido uno de mis sueños rutinarios en los que me descubro siendo mal padre. A primera instancia, maldije, en inglés. Entonces, levantado, quieto como estatua en el mueble de la sala donde duermo, puse oreja al ruido. Cerré el libro que intentaba leer—nunca antes había leído La Educación Sentimental y mencionarlo me hace sentir como un esnob—y puse oreja. No pude evitar sonreír.
4.
Pido otras dos cervezas. A mi lado, la muchacha de la barra discute con dos mujeres. Ellas insisten que no han pagado. La mujer del establecimiento les dice que les pagaron. Ellas dicen que no. Al fin, se resuelve el asunto. Ella me pregunta que qué deseo. Le digo que el individuo a mi lado lleva esperando un rato más que yo. Me detengo. ¿Qué es esto?
5.
Es reggaetton. Nunca me he sentido más feliz de escuchar regaetton. Es absurdo. No me gusta el género. Lo encuentro abominable. Sin embargo, el hecho de que en Madrid escuche regaetton de un piso cercano, el hecho de que no sólo sea sólo Daddy Yankee, sino que es Zion y Lenox, Kriz y Angel--como se escriba--, gentes que no esperaría escuchar... ¿no es así que se mide el éxito de una música, de un fenómeno? ¿Y qué si no me gusta? Cada cierto tiempo me asomo por el cuadrado de vidrio en mi puerta, a ver si atrapo un vistazo del vecino que mantiene despierto a los ancianos españoles que caminan por la corrala, quejándose. Cuando lo hago, la mujer no me parece boricua.
6.
No tengo internet en el piso. Digo, tengo internet ahora, pero no tendré luego. Esta entrada, de seguro, aparece un tiempo después de ser escrita, con una cita de Forster como cierre.
7.
You know the American girl in Punch who says: “Say, poppa, what did we see at Rome?” And the father replies: “Why, guess Rome was the place where we saw the yaller dog.” There’s travelling for you. Ha! Ha! Ha!

jueves, junio 24, 2010

lo que hace falta, dixit mr. updike

We do not need men like Proust and Joyce; men like this are a luxury, an added fillip that an abundant culture can produce only after the more basic literary need has been filled[...] This age needs rather men like Shakespeare, or Milton, or Pope; men who are filled with the strength of their cultures and do not transcend the limits of their age, but, working within the times, bring what is peculiar to the moment to glory. We need great artists who are willing to accept restrictions, and who love their environments with such vitality that they can produce an epic out of the Protestant ethic [...] Whatever the many failings of my work,” he concluded, “let it stand as a manifesto of my love for the time in which I was born.

John Updike, carta a sus padres, 1951, a los diescinueve años.

miércoles, junio 23, 2010

ensamblaje, columna en el nuevo día

Esta columna, Ensamblaje, es mi segunda colaboración con la sección de Buscapié de El Nuevo Día. Apareció hoy miércoles, 23 de junio del 2010. La coloco aquí a manera de archivo, pero pueden leerla en la página del periódico, presionando aquí
Ensamblaje

Los quebrantados y “connyficados” sollozos resonando en cientos de vehículos en el tapón de Caguas a Río Piedras. El entrañable llamado a tomar la batuta que surge en el ADN compartido (¡se parece tanto a su padre, Dios lo bendiga!). Individualmente, elementos que bien podrían ayudar en el ensamblaje de una imagen refrescante. Un “performance” político que pudo haber dado pie a un sucesor cagüeño de cierta credibilidad mediática, si no fuese por las barrabasadas que siguieron, como el mal olor que florece de la suela del zapato, tras una desafortunada pisada.

A pesar de sus fallas, Willie probó que aún era posible cautivar a un pueblo con decencia. Que este atavismo populista a seguir caciques, tan espeluznantemente humano, existe y se sigue comprobando en campañas presidenciales recientes: Obama hace dos años; el ya vencido Antana Mockus en Colombia. Aun con el supuesto desencanto que define el “ethos” de la juventud, ambos lograron tocar esa tecla que desembucha esperanza.

Nunca se trató de la actualidad de sus políticas, sino de la representación de éstas. Si bien ambos recurrieron al afecto, una lágrima aquí y otra allá, también se tomaron la molestia de construir arengas inteligentes. En el caso estadounidense, no fue el eslogan del cambio (que secuestró Fortuño) lo que lo hizo presidente (de ahí todo cuesta abajo), sino el insistir en la edificación de una imagen racional, complicada. Digamos que montaron el muñeco, por citar a Luis Rafael Sánchez.

Pensemos pragmáticamente: oferta y demanda. Movamos el obeso aparato partidista, hagamos encuestas y ensamblemos un político pensante. Un tipo de monstruo de Frankestein. Bien se puede caer en pedazos luego, al principio eso no importará. Lo que atañe es que además de hacer “connys” radiales, también eleve un chililín los estándares, nos haga exigir actuaciones más convincentes, más rigurosas. (Para discursos, pagar el mínimo a los miles de graduandos de literatura que andan desempleados). Tras los prototipos iniciales, daremos con uno de calidad. Sólo entonces, cuando la inteligencia ya sea parte de los requisitos mínimos, quizás podamos enfocarnos en las acciones.

martes, junio 22, 2010

reflections on views and crowds by young mr. emerson, a écrit M. Forster

‘My father’—he looked up at her (and he was a little flushed)—‘says that there is only one perfect view—the view of the sky straight over our heads, and that all these views on earth are but bungled copies of it’

‘He told us another day that views are really crowds—crowds of threes and houses and hills—and are bound to resemble each other, like human crowds—and that th power they have over us is something supernatural, for the same reason’.

Lucy’s lips parted.

‘For a crowd is more than the people who make it up. Something gets added to it—no one knows how—just as something has got to be added to those hills’.

He pointed with his racquet to the South Downs.

‘Also that men fall in two classes—those who forget views and those who remember them, even in small rooms.’

archipiélago, un cuento (y un comentario mínimo sobre r. carver y el minimalismo)

1.
Llevo tiempo sin poner algo acá. Cuando ando de viajes, insisto en escribir a mano. Recientemente, me pregunto por qué demonios, si la mente funciona mejor con teclas. Así que para romper el silencio, pongo aquí un texto breve, Archipiélago. Escribí esto como ejercicio recién mudado Atlanta el año pasado, cuando aún no tenía muebles en mi cuarto y lo que leía eran dos antologías de los estandartes de aquello que se le calificó 'minimalismo' estadounidense, o 'k-mart fiction', Raymond Carver y Mary Robison.
2.
Claro, en el caso de Raymond Carver, con la re-edición de What We Talk About When We Talk About Love el año pasado, en la que se restauraban todos los textos a sus versiones originales, habría que preguntarnos si el minimalista realmente fue el autor, o aquél Gordon Lish, editor responsable del Carver que habíamos conocido hasta entonces. Las versiones originales de los textos no sólo varían en su inclusión de párrafos gruesos y cargados e introspecciones copiosas, sino que hasta los nombres de los personajes son distintos, en ocasiones. Inclusive, más de uno de los cuentos muere lentamente al final, con oraciones que parecerían sobrar. Sé que para cualquier persona que escriba, una edición tan fatal, tan fuerte, una "amputación" como la llamó el mismísimo autor, es un acto horrendo. Y, por qué dudarlo, lo es. No obstante, prefiero el Carver creado por Lish, sobre el original. La edición de estilo también es un arte. Para ver un ejemplo de los cambios de Lish, pulsa aquí.
3. Bueno, el cuento.

Archipiélago

Lian llegó a nuestro apartamento un poco alterada. Lo supe desde que la vi entrar. En vez de seguir hacia el baño, como solía hacer todas las tardes, se quedó de pie mirándome. Yo estaba sentado entre los libros en el suelo de nuestro nuevo apartamento, aún sin enseres. Su pelo negro estaba apretado en un moño y su piel, pálida. Era obvio que no había tomado el shuttle, sino que había caminado las dos millas que nos separaban de la Universidad. Sólo vestía una fina blusa de algodón.

¿Estás bien? Le pregunté, y ella asintió en un movimiento sordomudo. Desde donde estaba, la escuché organizando su respuesta en su cabeza, traduciendo de su creole reuniónense, o de su francés, o cantonés al inglés.

—Un hombre murió hoy—dijo, luego de un segundo. Coloqué el libro que leía sobre la alfombra y la miré, esperando que continuase. Desde que nos mudamos juntos habíamos perfeccionado el arte de la paciencia. Nuestras conversaciones estaban compuestas por más silencios que por palabras. La traducción de ideas nos colocaba en frecuencia distinta.

—Un estudiante graduado—continuó, tomó uno de los artículos impresos que yo tenía en el suelo y lo ojeó, como solía hacer de vez en cuando con la esperanza de que algún día pudiese alcanzar mi idioma—del departamento de Teología. Estaba sentado en el noveno piso de la biblioteca, entre dos anaqueles, cuando uno de estos cayó sobre él.

—¿Cómo que cayó sobre él? —pregunté, prestándole más atención de la que antes.

—Se cayó. Como dominó. Nadie sabe qué pasó, o cómo comenzó. Sólo que un anaquel se volcó sobre otro y sobre otro, y sobre otro, hasta que alcanzaron el cuerpo del muchacho.

—¿Y él no los escuchó cayendo?

—Aparentemente no—dijo y me miró con sus ojos achinados. Sentí que había algo que no estaba captando, que no estaba viendo lo que ella claramente veía—estaba en el suelo, acuclillado, buscando algún libro de la primera o segunda línea. No se sabe.
—¿Cómo te enteraste? —inquirí, aunque realmente lo que quería decir era que me parecía imposible que él no los hubiese escuchado caer, los anaqueles. Después de todo, eran paredes inmensas de metal. Debieron haber dado algún aviso.
—Cuando subí al noveno piso, me tropecé con un lazo negro y una hoja que le daba el pésame a todos los que lo conocieran. Supongo que habrá salido en las noticias anteriormente.

¿Y lo conocías?

—No, no exactamente. Según la nota, se llamaba Jung. Tenía veinticuatro años, como yo. Era coreano. Creo que lo saludé en varias ocasiones. Creo que es uno que veía cuando iba a mi cubículo. Siempre estaba sentado en una de las mesas redondas que daban a las ventanas.

Que pena, comenté.

Lian asintió, aún ojeando el artículo que tenía en la mano. A pesar de que había dejado de hablar, me pareció que la conversación aún no estaba terminada. Para el poco tiempo que llevábamos viviendo juntos, me gustaba pensar que estábamos bien sincronizados. O por lo menos, lo mejor sincronizados que podíamos estar.

Esperaba porque yo le preguntase algo. Pasaba a veces. Su timidez le impedía decir lo que quería. Su familia la había criado como una niña modelo. Sus padres eran inmigrantes chinos en Réunión, la isla francesa en el océano Índico.

—¿Y qué sientes? —intenté. Aunque en otra situación podría parecer una pregunta tonta, en nuestra relación este tipo de cosas era permitido. Por todas las barreras que teníamos para comunicarnos, muchas veces parecíamos estar leyendo de un texto básico de instrucción de inglés como segundo idioma.

—A veces yo me acuclillo en esos anaqueles—dijo, buscando mi mirada—y también me distraigo, sabes cómo uno se pone. A veces no pienso en nada más, sólo en dar con el call number correcto, y sacar el libro sin más obstáculos.

—No te preocupes—le dije y me le acerqué—esas cosas no suceden dos veces. Y si sucediese nuevamente, dudo que no te percates de antemano. Te digo, eso tuvo que haber creado algún ruido. Además, la universidad, para evitar más demandas, corregirá el asunto.

Susurró algo en francés y se puso de pie. Pensé que el color había regresado a su rostro, que se veía un poco menos alterada. Siguió al baño, como recuperando su rutina, y yo resumí mi investigación. Esa noche tenía que terminar la solicitud de una beca que me garantizaría un año más de investigación para mi disertación.
No volvimos a hablar hasta que nos acostamos en la cama. A pesar de que el apartamento era pequeño, desde que pagamos la primera renta habíamos llegado a un acuerdo silencioso en el que yo estudiaría en la sala vacía, y ella en el cuarto adicional que habíamos transformado en oficina y biblioteca. De este modo, nunca interrumpíamos las labores del otro.

Casi no me di cuenta cuando entró a la cama y se deslizó entre las sábanas. Insistí en quedarme despierto en la oscuridad, esperando porque ella me dijera algo. Siempre compartíamos minucias antes de dormir. Opiniones de algún profesor, o de nuestra más reciente investigación. Quizás algún rumor de las otras personas de la Escuela Graduada. Consideré abrazarla, halar su pequeño cuerpo hacia el mío.

En ocasiones como esas temía invadir su espacio. Habían grados de silencios entre nosotros: silencios-promesas, silencios-transiciones, silencios-alegría, silencios-cansancio. Pero esa noche aquella sordina era una de los otras, de las excepciones, de esas que no son simplemente breves ausencias. De esas que son océanos invencibles. De esas que hacen hincapié en que provenimos de islas en extremos distintos del planeta y que, por más que intentemos, jamás podremos sanar la brecha.

—No puedo dejar de pensar en él—dijo, casi cuando me quedaba dormido—cada vez que cierro los ojos soy yo la que está distraída entre los anaqueles. Soy yo la que, por un segundo, siente los huesos quebrándose. Me pregunto qué libro habrá sido el que buscaba.

Sentí su cuerpo temblando. El breve murmuro de lágrimas crepitando por sus mejillas. Sentí que las placas tectónicas que mantenían las dos plazas de la cama unidas se desprendían en un silencioso terremoto. Que el océano que nos separaba se hacía más profundo que nunca. La escuché añadir algo en su idioma natal, esa lengua huérfana que sólo escapaba de su boca y que me era aún más inaccesible que el francés. Me abstuve de responder y aguanté la respiración. El aire se había espesado. Cerré los ojos lentamente, fingiéndome dormido. Afuera, oí el tren pasar.

viernes, junio 04, 2010

cartografía

1.
Ella hizo un mapa; y en su superficie anotó los lugares donde le parecía que se encontraban esas corrientes extrañas que llevan a las letras.
2.
Ella hizo el mapa, la travesía.
Yo, como buen pasajero, sólo escribí de él.

martes, junio 01, 2010

perdidos, columna en el nuevo día.

Esta columna, Perdidos, fue mi primera colaboración con la sección de Buscapié de El Nuevo Día, que apareció el miércoles, 26 de mayo del 2010. La coloco aquí a manera de archivo, pero pueden leerla en la página del periódico, presionando aquí.

El domingo, con el final de Lost, aprendimos que muchas veces un reguero es un reguero, que años de preguntas no siempre culminan en revelaciones satisfactorias; que la isla es sólo la isla, cosas pasan porque sí, y que quien sea que teje el relato sólo intenta distraer a su audiencia con medicinas fugaces para malestares que nunca tuvimos. Quizás aceptarlo sea el primer paso de algún proceso de recuperación. Un primer paso difícil de tomar, porque siempre parece estar un poco más allá. Lo suficientemente más allá para hacernos olvidar que es necesario tomarlo, para que nos permitamos un placentero segundo en el que entretenemos la posibilidad de que sí hubo un plan maestro, un patrón secreto que nos ha eludido.

Digámoslo en voz alta: un reguero es un reguero, no hay hondas conspiraciones, ni maquiavélicos jugadores, tampoco respuestas. Sólo placeres momentáneos y una sarta de significantes huecos.

Por más fanáticos que seamos, hay que dar el salto. Concluir que nada hace sentido, y que ellos tampoco saben lo que están haciendo; es pensar que los escritores del show están tan perdidos como nosotros. Que, a falta de respuestas, paren distracciones: un proyecto vacío de status (ese fantasma recurrente), el asesinato del momento, un nuevo tirijala entre gobernadores, niñerías senatoriales, y lo que sea que venga hoy o mañana. Siempre insta más hablar de eso, insta más hacerle referencia para estar al día y se quedan los asuntos centrales rezagados, y no se dedica esta columna a la huelga, o al desempleo, o al malestar social que nos pudre como colectivo, porque son temas ya viejos.

El problema con este primer paso de aceptación es que es triste. Parecería que aceptar es rendirse. Parecería que prohibirnos la lozanía del olvido es meternos voluntariamente en una camisa de fuerza, amarrarnos a un sillón en un cuarto sin ventanas, frente a un televisor inmenso, a ver una serie mala, sin contenido real.

Es eso o (difícil escribirlo) tomar el control remoto y hacer algo al respecto.