Ayer hizo un día bonito. El día anterior, también. Existe una temperatura perfecta que te motiva a planchar, a quitar arrugas, a vestirte como lo hacía tu padre en tu niñez, de camino a la oficina; a engalanar, o a usar infinitivos como ese (engalanar). Zapatos cerrados, oscuros. Tal vez sea entre los 74 a los 79F, humedad un poco menos del dos%, brisa lanzada hacia el noreste, siempre hacia el noreste. Olor de azaleas desplegado en todos lados, como bien ha notado ella, aunque dándole paso a la duda (y ahora dudo, ¿habrá dicho azaleas?). Y, en tanto, la forma con la que la concatenación de azares ha dado al rizo: delgado, oscuro, sigilosamente serpentino, a son esa sonrisa que se hace atmósfera (entiéndase: abarcadora, inclusiva). El magnolio, también ella, justo antes del punto de flor. La claridad que insiste hasta las ocho. La noche adyacente. Desplomarse en una cama como el Wallenda en Condado (y el señor K. me hace pensar en Sam). Deslizarse al sueño, temprano, como siempre, como dicta la divina rutina, la placentera rutina, deslizarse al sueño con decoro, paciencia, sin humos.
Y, despertarse, hoy, poner el café en la greca, y dar con una foto en el correo electrónico, titulada alice.
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