A veces me molesta la apropiación de Ramos Otero por cierto grupo de escritores puertorriqueños (entiéndase: aquellos que escriben, o aquellos que performan escritores, me da igual) que, me parece, lo han malinterpretado. Digo, la malinterpretación es también una forma de interpretar, de leer, de esto que su lectura no sea equívoca (no hay tal cosa); de esto que el problema sea mío, que la molestia que me hace insultar el Facebook (espacio de figureo par excellence) de vez en cuando sea algo muy personal y que poco realmente tiene que ver con ellos. Por eso me alegra tropezarme con esta lectura de don Manuel R.O hecha por Rubén Ríos Avila en su libro La Raza Cómica: del sujeto en Puerto Rico. Esto dicho, me pongo a pensar que quizás la lectura que he tenido siempre del difunto proviene, en primer lugar, de este libro, que mientras lo leo ahora, recuerdo repentinamente haber consumido cuando llegué a Río Piedras, y que parece que internalicé, antes de crecer barba. Ni idea.
Por eso resulta tan inquietante la escritura de Ramos Otero, precisamente porque no ha habido en la literatura puertorriqueña una obra tan radicalmente movilizada como una poética de la anticensura. Para empezar, nunca antes habíamos sido testigos de una exhibición de “individualidad poética” tan insolente, abierta y provocadora. Se trata de una completa estrategia de individualidad, cuya táctica más efectiva no es necesariamente el confesionalismo, aunque esté ahí, ni el narcisismo, aunque también esté. Ni tan siquiera el exhibicionismo sexual […] Me parece que la táctica más peligrosa es ser un escritor entregado a la voluntad de estilo, al diseño de un discurso donde, si partimos de la máxima del Varón (Le style c’est l’homme), el hombre no es, sino que desaparece bajo el estilo. La escritura de la nación no se supone que llame la atención a sus tics, a sus pequeñas e inútiles idiosincrasias, a las recurrentes firmas perturbadoras que obstruyen el mensaje, o más aún, el reclamo inaplazable del llamado. No nos confundamos: Ramos Otero está lejos de ser un estilista o maestro del estilo. Precisamente se trata de lo contrario: aquí el estilo produce una escritura rota, sucia, a veces inclusive torpe, aberrante, distorsionada, caprichosa, insistiendo con sus lapsos de vulgaridad en el seno de despegues líricos frustrados en que la armonía no puede existir en donde siempre queda el remanente nervioso de un ruido inapagable. Su página en blanco sólo puede ser visitada por la irrupción abrupta del staccato.
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