Acá cuelgo mi columna de este mes, que saldrá el martes, 25 de junio del 2013, titulada "Snowden". El link lo pondré cuando El Nuevo Día la publique.
Cuando niño, creé una extraña afinidad con los peces. En la calle cagüeña que me crié, siempre fui el más chiquito, el que nunca pudo escalar el árbol que los otros subían. También fui al que venían los padres para saber qué hacía el resto. Los nenes lo sabían y resentían, y me sentenciaron con una condena que repetirían y que no entendí hasta años después.
“Por la boca muere el pez”, decían. Pensando que era llamado a la empatía, comencé a preocuparme por los pececitos betta que tenía y que terminaban siempre muertos, tras intentar escapar de las pequeñas peceras. De hecho, me decía, si el pez escapaba, si buscaba su libertad, moriría por la boca: no podría respirar. Igual, si se le daba demasiada comida, la tristeza esclava lo llevaría a tragar hasta la muerte.
A los nueve años, la ignorancia de la existencia de las branquias hacía que todo tuviera sentido: “Por la boca muere el pez” reiteraba el afán de libertad del oprimido. Sentado al pie del árbol, estuve de acuerdo con el refrán: aquellos que quieren libertad, morirán por la boca. Era un mundo trágico, la pre-adolescencia.
Entonces, un día comenzaron a intercalar la arenga con otra, mucho más carcelaria: “los chotas mueren por la boca”, decían. Así aprendí que entre los peces y su boca siempre pesaría el reproche, que en la vida social existían múltiples códigos: esa ley que prohibía hablar a pena de rechazo, y aquella de los padres, que te prohibía callar, a pena de castigo. En todas, el pez terminaba jodido.
He estado pensando en los peces y en Edward Snowden, el americano que destapó un programa federal de vigilancia que sistematizó la violación de la privacidad de extranjeros residentes, entre otras cosas. Snowden está en fuga, de país en país. Ayer, en CNN, tres anclas de algún programa coincidieron en que Snowden era todo menos un héroe. Un héroe, decían, permanece tras su hazaña. Recordé mis bettas. Recordé cómo, a veces, deseaba que a mitad del salto liberatorio, hubieran podido evolucionar, desarrollar lo necesario como para evitar su naturaleza, o, por lo menos, encontrar un breve refugio para su arrojo.
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