viernes, noviembre 01, 2013

Greene, o, ¿Por qué una literatura en vez de muchas?, un ensayo

Este ensayo fue originalmente publicado en la revista Cruce el mes pasado y es parte de un proyecto que vengo desarrollando en el que intento pensar la literatura, más como persna que escribe novelas que como académico, a partir de un concepto de la humildad que busca ser, de cierto modo, post-estético. Es decir, lo que quiero hacer es rebasar todos esos clichés acerca de la experiencia literaria--tanto como escritor y como lector--que tanto me aburren, especialmente cosas relacionadas a los poetas malditos, a la inspiración, etcétera. El proyecto es un tanteo, y no tanto una estética. Así que de ensayo a ensayo voy y seguiré afinando conceptos e ideas que comencé a exponer en el primero de los ensayos, La necesaria severidad de la tierra: literatura y especulación

Greene, o, ¿Por qué una literatura en vez de muchas?

Este ensayo es parte de un proyecto en ciernes titulado "Literatura y humildad"

1. ¿Por qué una literatura en vez de muchas? La pregunta de por sí es una trampa. En primer lugar, porque cierta multiplicidad de la literatura se da por sentada. En segundo lugar, porque calco la pregunta de aquel filósofo francés, Jean-Luc Nancy, que se preguntaba por qué había muchos artes en vez de uno. Es algo capciosa, además, porque cuando me la estuve formulando en estos días, aislaba al elemento literario de las institucionalidades que lo enmarcan y lo constituyen, y fuera de las cuales no existe.[1] Antes de continuar a especular una respuesta, mejor ciñámonos a lo específico: ¿por qué una Estética Literaria, con mayúsculas, en vez de muchas? ¿Por qué a pesar de la multiplicidad de estilísticas, teorías, aproximaciones, y Duchamp, los escritores, al hablar de la literatura en general o de su propia obra, se hallan inevitablemente devueltos a esa unicidad estética, a ese canon cifrado de unidades históricas tales como creación, autenticidad, originalidad, inspiración, expresión, etcétera? Es decir, aun más privativamente, mi pregunta está anclada en el discurso literario enunciado por novelistas, poetas, cuentistas y lectores. Y, más que eso, parte del prejuicio (como todos, moralista) de que todos y cada uno de estos personajes deben, en algún momento u otro, cuestionarse el porqué de las herramientas que utiliza (¿por qué los destornilladores vienen mayormente en estría y paleta?, por ejemplo).

2.  Si emprendiésemos una tarea borgiana, como esa de escribir una historia universal de la literatura en la que las opiniones de los escritores importase, el escritor británico Graham Greene sobresaldría como un dedo malherido. Escribo ‘un dedo malherido’, no sólo debido a mi afán por los anglicismos, sino porque el de Greene es uno de esos extraños casos en los que un solo autor intentó ser productor de dos literaturas distintas, y terminó pillándose el dedo entre la puerta y el marco. Greene intentó pilotear la pregunta que abre este ensayo apropiándose de los prejuicios implícitos en la Estética Literaria. Al sentarse a escribir, Greene decidía, antes que nada, si trabajaría un novel o un entertainment. De entrada es posible ver lo que conllevan tal dispersión. Para Greene, la primera de estas apuntaba hacia una literatura que él consideraba seria, lo cual no excluía la comedia, y tiraba hacia el escudriñamiento profundo, hacia la exploración honda. La segunda miraba hacia una literatura que para él era precisamente lo que nombra, un entretenimiento: algo que lo tenía mientras se daba el momento de la cáustica expresión de sus novelas serias, breves divertimientos y entremeses llenos de espías y suspense. Ejemplos de la primera lo serían The Power and the Glory, End of the Affair, y The Heart of the Matter. De la segunda, The Third Man, Our Man in Havana y The Quiet American.[2]
A la larga, sin embargo, a pesar de la seguridad de expresión que caracterizó al señor Greene en entrevistas, las dos literaturas comenzaron a confundirse. Temas que tocó en sus entretenimientos, tales como The Ministry of Fear, se filtraron a The Heart of the Matter, y, de ahí en adelante, la división fue, poco a poco, perdiendo importancia para todo el mundo. Excepto para Greene mismo. Extrapolémoslo y digamos que, para él, no era meramente cuestión de temas y estilo. No era que las novelas valiesen más que los entretenimientos, sino que sólo las primeras importaban. Sólo las primeras eran arte. La diferenciación se trató siempre de una distinción en el accionar, de una discrepancia en el proceder. Sus novelas serias exploraban y hurgaban en todas las inseguridades de su mundo, en su catolicismo, y, desde ahí, develaban y expresaban el secreto: eran novelas estéticas, las segundas eran otra cosa.
Eventualmente, Greene se rindió, y accedió a que en la re-edición de los veintidós volúmenes de sus obras, entre 1970 y 1982, se eliminase la diferenciación. La crítica había comenzado a utilizar las dos categorías contra las obras mismas. Equis obra, identificada como novela, decían, parecía más a uno de los entretenimientos, puesto que era cómica, o era liviana. Ye obra, por el otro lado, era demasiado seria, demasiado filosófica para ser considerada como entretenimiento, y así por el estilo. La crítica pudo haber tenido razón: tal vez el contenido de las obras dejó de diferenciarse lo suficientemente como para ser consideradas objetos distintos. Tal vez las categorías eran superfluas. El público leía las obras de Greene como literatura, ¿no significaba eso que lo eran? Greene, podríamos entender, terminó dándoles las razón.
Aquí es donde meto la cuchara, ¿Y qué si no? ¿Y qué si el contenido no tiene tanto que ver? ¿Y qué si las novelas se diferenciaran de los entretenimientos profundamente? ¿Y qué si la diferencia de forma, de proceder, los presentasen como objetos totalmente distintos? Esto no lo digo a modo de hipótesis que pasará luego a ser confirmada por un estudio empírico de las obras de Greene. Eso no me interesa. Me hago la pregunta más a un nivel especulativo, ¿será que podemos abrir la literatura? ¿Podríamos hacer un espacio para muchas literaturas? ¿Para comprensiones múltiples de lo literario, más allá de la estética, o eso implicaría incendiar totalmente la cabaña de madera que la contiene?
Cabe entender que no estoy hablando de abrir la literatura para incluir géneros populares, u obras experimentales ni nada por el estilo. Eso ya es parte. Lo que me pregunto es si la literatura, hoy, puede abrirse a contener una serie de aproximaciones, de comprensiones más allá del idealismo y el romanticismo implícito en la estética, que la hace reveladora de secretos, portavoz de un zeitgeist, expresión de un pueblo,  etcétera. Jacques Ranciére los llamaría regímenes, pero igual le podríamos llamar más fácil formas-de-literatura. ¿Puede haber nuevas formas-de-literatura? En fin, ¿por qué una literatura en vez de muchas?

3. La pregunta original es distinta no sólo en objeto, sino que en orden. ¿Por qué hay varios artes y no sólo uno?, interroga Jean Luc Nancy en su libro Las musas, con esa simplicidad y genio que siempre me han llevado a leerlo más como poeta que como filósofo. En su respuesta, lo que buscará el francés es no tanto negar o cuestionar la multiplicidad del arte, sino más bien explorar las razones por las cuales se ha evitado hacer esta pregunta en el pasado, y, desde ahí, ensayar la cosa estética desde la cuestión del ser plural-singular que ha explorado en sus trabajos anteriores—ya sean sobre comunidad, ontología, cuerpo, y hasta trasplantes médicos.
Para Jean-Luc Nancy, la pregunta de la multiplicidad de las artes ha sido aproximada de dos modos. El primer acercamiento se enuncia taxonómicamente: una categorización que no puede sino estar históricamente determinada por las opciones disponibles en el momento—Hegel le asignaría a cada sentido un arte. El segundo, por el otro lado, está marcado por un modo esencialista que arguye que existe una esencia del arte, y que las múltiples artes son meras manifestaciones. Es este el modo del arte que impera, a mi parecer, en el discurso hegemónico de la literatura, en su vertiente romántica. Nancy descarta esta posible unicidad artística por completo, prefiriendo repensar el concepto de "arte" mismo desde su fenomenología existencialista, como unas cosas cuyos orígenes son lo plural (que no es lo mismo que decir una cosa de origen plural).[3]
En fin y para dejarnos ya del suspense del género expositivo, para el francés, el arte es una cosa más que nada técnica. El "más que nada" no implica que se compone de un proceso mecánico inicial, luego aderezado por un polvito mágico-artístico, sino que es técnico en tanto a que implica siempre un modo de proceder, un saber cómo hacer para producir aquello que no se produce por sí mismo. La obra de arte, que no tiene nada en común con cualquier otra obra de arte con excepción de su tecnicidad, es obra de arte en tanto a que siempre figura como una exposición de/al sentido, como la presentación de algo que excede toda posibilidad de presentación; un exceso irreducible a la resolución dialéctica, irreducible al trabajo de la razón o del conocimiento absoluto. De modo que cada obra de arte obliga al sentido a tocarse a sí mismo, pero no por esto a volverse un sentido en sí—lo que es decir, el jazz no crea una nueva extremidad o un sentido jazzístico, un sentido musical, sino que obliga al sentido auditivo a percatarse de sí, a tocarse a sí mismo puesto que al abandonar la instancia e integración de lo vivido, se transforma en otra cosa: el sonido escuchado se expone musical, la imagen vista se devela pictórica, la palabra leída se revela ¿literaria?
En resumidas cuentas, lo que Jean-Luc Nancy arguye es que, si algo y en algún lugar, el arte se halla en esa exposición siempre plural. Arte sería el nombre de la exposición que ocurre cada vez, exposición técnica al sentido, que es lo mismo que decir una exposición al mundo, a la inevitable severidad de la tierra. Es necesario, después de Duchamp y de décadas de readymades, de modernism, performance, vanguardias, etcétera, recalcar en la cuestión técnica, en esa última secularización que hace de todo el pensamiento de Nancy una eco-técnica, eso que a mí se me hace más fácil llamar, en el caso de la literatura, un proceder.

4.  Al llegar a este punto, me percato que me he puesto entre la espada y la pared. Parecería que empujar las fugas y tropiezos de este ensayo a sus últimas consecuencias me obligaría a tomar partida. Una de las opciones sería,  por un lado, resguardar el lado de Greene, y la primacía del autor: la defensa intransigente de aquella diferenciación que hizo entre objetos estéticos y objetos entretenientes, a pesar del público, y a pesar de las negras décadas en luto por la malinterpretada muerte del autor. La segunda opción, por el otro lado, sería arrinconarse en la esquina de los lectores, confeccionar una nueva estética de la recepción, años después de Jauss, que escude y dé batalla a favor de la unicidad que parecieron entrever en la obra del británico. Pero esto es sólo en apariencia. La toma de partida es sólo tal si entendiésemos que la labor de Greene y las labores de los públicos hubiesen de tomar lugar sobre el mismo légamo. Es decir, habría que escoger un lado sólo si entendiésemos que los dos—Greene y sus públicos— trabajan sobre un mismo objeto, sobre una misma obra. Dicho en un modo ordenado, la obra literaria, para quien la escribe, es un animal totalmente distinto de la obra literaria para quien la lee. De hecho, si recurrimos nuevamente a la idea del proceder podríamos decir que el proceder de quien escribe, la disposición técnica de la maquinaria de una obra, montada de cierto modo con cierto fin, y ensamblada a partir de una serie de tropos, ideas, piezas, retóricas e imágenes partícipes de cierta institucionalidad literaria se distingue del proceder del lector. Este accionar del lector tendría que ser entendido también como otra disposición construida a partir de otra serie de experiencias y prácticas lectoriles no menos técnicas, no menos empalmadas a otras series de tropos, ideas, piezas, retóricas e imágenes heredadas o construidas de otras series de interfaces institucionales.
Si la relación es entendida de este modo, que no es otro que uno que insiste, primeramente, en la naturaleza humilde, el humus, de ambas prácticas, de su inevitable enraizamiento en la corteza terrestre, es posible dar un paso más allá de los tropos y callejones sin salida heredados de la Estética, mayúscula, y acercarnos más a una apertura real que haga de la literatura una cuestión plural más allá del contenido. Entender a la literatura como cosas cuyos orígenes son plurales querría decir, para el escritor, entender cada una de sus obras como cuestión técnica y singular, que parte de una serie de procederes que bien pueden ser los mismos, bien pueden ser distintos y que producen siempre objetos disímiles, aproximaciones a la tierra que intentan construir mundos de sentidos—Greene con sus objetos-novelas y sus objetos-entretenimientos. Cada obra, de este modo, podría ser entendida como piezas ontológicamente distintas. De otra forma, para el lector, un proceder que surja de los orígenes plurales de la literatura querría decir, nada más ni nada menos, que entender a la obra casi como una serie de objetos encontrados, o readymades, que interpelan a los sentidos y los llevan a tocarse a sí mismos, como diría Nancy, y así a devenir exposición y mundos. La literatura, irremediablemente expuesta a ser malinterpretada, a ser extrapolada, se abriría aun más a una multiplicidad que trascienda los límites de los discursos estéticos. En un contexto como el que aquí desplego, en el que ignoro totalmente el árido determinismo de las instituciones reales, estas literaturas, finalmente, quedarían liberadas de la necesidad de los discursos que enarbolan la expresión, la imaginación, la autenticidad, y la plétora de brumosas y anacrónicas imágenes románticas detrás de las cuales se esconde la tecnicidad y materialidad de la práctica escrituraria y lectoril. Tal vez entonces, la literatura pueda asumir su bienvenida humillación histórica. Tal vez Greene pueda entonces tener sus dos especies de obrar—sus novelas, sus entretenimientos—, tal vez el público pueda quedarse con su Literatura, y, para culminar, tal vez entonces, todos, los tús y los yos, podamos ir vislumbrando, y quizás hasta aceptando, la singular idiotez del palabrar literario




[1] Otra pregunta, más difícil por lo sociológica y lo específica, seria ¿por qué hablan los escritores como si hubiese sólo una Institución Literaria en vez de muchas?
[2] Estas tres que doy como ejemplo tienen versiones cinematográficas.
[3] "¿Qué podría uno querer decir por un principio (o una razón o una esencia) que no fuere un principio de pluralidad, sino lo plural mismo como principio? Y en qué formas debe este pertenecer propiamente a la esencia del arte?", pregunta Nancy. 

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