Esta columna fue publicada en el lunes, 30 de diciembre del 2013 en El nuevo día.
El desierto Kalahari |
¿Por qué ahora la palabra historia? El día es claro y se me ocurre que hasta hace poco la palabra fue sinónimo de esa otra con H que le dio nombre a mi abuela y que, por los veintiséis años en los que coincidimos, se circunscribió a la intrusión de algún recuerdo en alguna navidad en la que las primeras décadas del siglo anterior irrumpieron cifradas en la rememoración de, por ejemplo, aquel golpe de agua de nombre San Cipriano y la terrible cotidianidad de la muerte de un hermano menor ahogado.
Pero entonces, con mi abuela, el año pasado murió el siglo veinte, y, de pronto, la palabra ha surgido, acá, tan lejos y con tanto frío, inexplicablemente haciéndole eco a un Palés apenas recordado.
Hace unos días estuve con mis padres, y mientras manejábamos de Atlanta a Ohio, surgió nuevamente (¡historia! ¡historia! ¡historia!), escondida como un insecto en el dorso de nuestra conversación, al margen de las fechas y los datos. Y, de repente, la palabra se revistió de anécdotas—de los años de una infancia paternal, de la reminiscencia de aquella guerra civil que estalló en plena calle de una isla vecina, y de tres hermanos que por la duración de la misma simplemente continuaron, sin supervisión, de vez en vez interrumpidos por el zumbido trenzado del disparo. O, por ejemplo, la simple constatación maternal de la supuesta política con mayúscula en unos zapatos dados por la PRERA que poco tuvo que ver con la celebración política de equis o ye prócer, y más con la mera supervivencia de una familia pobre en las ruralías cagüeñas.
Esta mañana, mientras miraba a esos dos, mis padres, desaparecerse en el diminuto aeropuerto regional, me sorprendí por lo poco que conocía de una historia que con cada año viejo se hacía más difícil de aprehender. A pesar de llevar meses hundido en libros, aun allí me descubría faltante de las herramientas para poder entender nuestra experiencia histórica. Entonces, por el más mínimo segundo, juré ver a la palabra titular (¡historia! ¡historia! ¡historia!) comenzar a multiplicarse nuevamente, a hacerse sinónima de esa onomástica del cariño que fue, es, y será el Carlos y María.