Lo que quiero entender es cómo es que los defensores de estas medidas se imaginan el mundo después de que las deudas hayan sido disminuidas y los bonistas reembolsados, especialmente tras los “necesarios” cortes salariales, el requerido aumento tributario, la predicada eliminación de los beneficios, la inevitable supresión de los cuidados sociales, la provechosa liquidación del “mantengo”, y el conveniente encogimiento del estado.
En fin, lo que quiero poder apreciar, aunque sólo fuese a nivel argumentativo, es cómo es que los defensores de estas medidas imaginan los futuros que esperan encontrar más allá de la crisis.
Y cuando digo futuros, aclaro, no hablo de los juegos especulativos de la bolsa. Aunque todo parecería indicar que es precisamente en ese nivel que reside y se agota todo el archivo de su visión imaginativa. En teoría, una vez la cuestión de la deuda haya sido aplacada, todo volvería a una vieja y ansiada normalidad caracterizada por la plenitud. Esta normalidad le beneficiaría a toda la ciudadanía, rica, pobre, y sobre todo productiva.
Pero, ¿a cuál normalidad? Habrá que suponer que es la breve y prometida normalidad de la riqueza circa 936, aunque esos detalles parecerían no importar. Tal vez sea eso lo más frustrante del discurso de la austeridad: que le insiste a los tripulantes en que hay que saltar, que grita que el bote se está hundiendo, pero ni tan siquiera se preocupa en mencionar lo que seguramente ya sabe: que el agua está congelada y los botes salvavidas, agujereados.
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