viernes, enero 29, 2016

repugnancia, una columna



Es que, después de dieciocho años fuera del país, todo le causa repugnancia. Le dan asco la tendencia ignorante a considerar cualquier porquería nacional la mejor del mundo y la celebración descerebrada de la estupidez. Le dan asco la corrupción e incapacidad generalizada, le repugnan el estúpido fanatismo deportivo, la paranoia cotidiana, los tapones, el arribismo lastimoso de la clase media… También la falta de conciencia ecológica, el consumismo, la situación patética del transporte público, la mediocridad de casi todas las universidades, el imaginario patriótico, la impuntualidad y, casi peor que todo, la ridiculísima imitación y celebración del “american way of life”.

Obligado a volver por el funeral de su madre, insiste en que no le hace falta nada. Aún hoy le parece la cosa más cruel el hecho de que le haya tocado nacer en el país, “en el peor de todos, en el más estúpido, en el más criminal”. Nunca ha podido aceptarlo.

Cuando escuché a Vega, o, mejor dicho, cuando lo leí hace unos años, en la novela El asco del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, primero me incomodé. Después, me reí de la acidez de su hastío. Y, finalmente, envidié la total repugnancia con la que hablaba de su país natal. En la vida real, cuando se publicó el texto a finales de los noventa, su autor dice haber sido obligado a huir del país, tras recibir amenazas de muerte. El asco y la repugnancia de Vega son tan viscerales, tan duros, que no pueden sino ofender, sino vulnerar cualquier sensibilidad.

Leída a destiempo y a contrapelo, esa repugnancia, acompañada de la crítica más destructiva, hace de Vega una extraña figura ejemplar para estos tiempos que vivimos. Inconforme eterno, dispuesto a decir lo que por decoro, patriotismo, o pena no decimos, Vega reside más allá de moralismos, en un lugar donde la indignación se lleva a flor de piel. No nos vendría mal, de vez encuando, visitarlo.

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