A los doce o trece años, me levanté por un largo periodo a las cinco de la mañana a repartir periódicos. Los fines de semana de mis dieciocho, me amanecí mapeando los pisos emplegostados de una tienda de mantecados. A los diecinueve pasé un verano acosando a gente por teléfono, intentando venderle préstamos ladrones a los más desesperados. Luego, en la misma compañía de telemarketing, ofrecí servicio al cliente con mi chililín de inglés para alguna compañía gringa que ya no recuerdo pero cuyas llamadas terminaban con gente insistiéndome que no me entendía, colgándome, o mandándome para lugares cuyas coordenadas nunca precisaron. Después, pasé unos años en una biblioteca de música universitaria, quizás el único punto brillante en mi primera vida laboral. Habría de quedarme en las bibliotecas por muchos años, aún después de salir de la universidad, pero eso no viene al caso.
Lo que sí viene al caso es que si algo saqué de esos años formativos de educación laboral no fue, como querrían algunos, un ahondamiento en mi carácter moral, o un orgullo virtuoso en mi laboriosidad y disciplina. Además de la habilidad de leer relojes mecánicos y de la comprensión de que el tedio tiene, al igual que la espera infantil por Santa Clós, la increíble capacidad de desacelerar las manecillas de un reloj hasta hacer de un turno de ocho horas una eternidad, lo más importante que saqué, y que dura hasta hoy, fue la cabal certeza de que el trabajo no dignifica.
A cierto tipo de gente le encanta decir que sí, hacer de la productividad un gran valor moral, una muestra de carácter, de compromiso (al empleador o a la patria, dependiendo cuál venga al caso), de una austeridad que porque duele purifica el alma. Pero se equivocan: El trabajo no dignifica. El bienestar dignifica. Ese es el punto de partida para cualquier conversación que quiera trascender el moralismo elitista de las clases acomodadas.
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