Estadistas, moralistas y economistas políticos llevan siglos insistiendo que si el pueblo—cualquiera que sea, desde la España borbónica hasta las nuevas repúblicas decimonónicas—simplemente trabaja un poquito más duro, si deja de quejarse sobre sus circunstancias y cumple su deber, la riqueza y felicidad de la nación no tardarán en llegar. Es cuestión de disciplina, dicen. El problema con las masas trabajadoras, sostienen, es que han olvidado lo que es el sacrificio. Si no es baile, botella y baraja, ni computan.
Convencidos de esto, un par de siglos atrás, estos mismos grupos impulsaron los primeros decretos que criminalizaron la vagancia y los modos “deshonestos” de vivir. A ocho años de la independencia mexicana, por ejemplo, se fundó el Tribunal de Vagos, un órgano policial extrajudicial que finalmente le pondría fin a aquello que obstaculizaba el progreso de la nación. El Tribunal fue el sueño mojado de políticos, oligarcas, y moralistas. Su misión giraba en torno al humillar, procesar, y re-educar. En cuestión de nada, imaginaban, podrían forjar la sociedad ocupada requerida por los modelos económicos que insistían en impulsar.
El Tribunal fracasó muy poco después. Como era de esperarse, ni legisladores ni moralistas se lanzaron a las calles a perseguir a los ociosos. Contrataron personas de las mismas clases trabajadoras que disciplinarían. El número de vagos procesados fue mínimo. Cuando apresaban a Fulano de Tal, los empleados del Tribunal argumentaban que el acusado estaba desempleado en el momento, pero que, a veces, cuando era posible, hacía chivos aquí y allá. Y así por el estilo. Cuando se revisan los documentos en el archivo, lo que sale a colación es que la masa de vagos tan vilipendiada no era tal; lo que existía era una gente que se las buscaba para asegurarse una vida e insistía en sobrevivir, a su manera. Pero claro, la supervivencia y la vida de la masa jamás satisfizo a los estadistas y moralistas de antaño, ni satisfacerá a los que hoy piden sacrificio y austeridad de parte del pueblo.
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