Esta columna salió publicada el 3 de julio del 2018 en El Nuevo Día.
Últimamente despierto con sed de historia. Llevo casi un mes así, con una sequía en la garganta que no logro saciar ni con la historia que aprendí en la escuela y en la universidad.
Sufriendo de la condición, el otro día daba una vuelta por la Plaza de Caguas y, viéndola aun arrasada, quise saber algo de ella más allá de los datos sueltos y los recuerdos que he acumulado a través de los años. Al llegar a casa, le escribí a un amigo que parece saber la historia de todo, y me contó de cuarenta años de política municipal, de la época de los nacionalistas en Caguas, las décadas tabaqueras del municipio, y, eventualmente, del hatillo de Tomás de Castro. Sin embargo, mientras leía sus respuestas, me comencé a percatar que lo que busco es otro tipo de historia.
Poco a poco, descubrí que lo más que se acerca a esta, hasta ahora, se encuentra en la anécdota. No sólo la de los viejos, aunque esta es la más ofrecida, la más intrigante. No hablo necesariamente del pasado “histórico”. Hoy por hoy parecería ser más fácil hablar de los años cincuenta y sesenta, que de los setenta, ochenta, y noventa. Resulta que, por alguna razón, es ahí que se halla el vaso de agua que ansío. Cuando se ofrecen anécdotas de esta época reciente, salto a ellas y, sin darme cuenta, me paso de la raya. Las preguntas dejan de ser casuales y se hacen demasiado quisquillosas. A nadie le gusta el averiguau.
Pero es que también he descubierto que lo que intento es enlazar todas estas anécdotas y armar una historia que explique el momento actual; armar un relato que no se agote ni en la política ni en lo personal. Quizás sea ahí, en ese otro registro, desde ese otro lugar, que se pueda contar una historia de la fuerza de esta isla que contenga esa cosa que la mantiene flotando aún en este perenne estado de sitio.
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