De repente, parado en pleno jardín con guantes puestos, me doy cuenta que no sé qué estoy haciendo. Digo, sé que, para darle paz al vecindario, finalmente me estoy encargando de poner el jardín de la casa en orden. También sé que esto implica arrancar las malas hierbas, dejar espacio específicamente para las plantas que florecen o florecerán. Sé que, para lograrlo, no debo tener presente sólo lo evidente, sino más importante poder entender tanto el pasado y futuro de aquello que he dejado convertirse en matorral.
Ante la creciente sensación de estar donde no debo, miro los jardines de los vecinos e intento comparar los matojos que crecen aquí y allá. ¿Qué tan difícil puede ser? Decido hacer lo que sí sé y me siento entre las plantas y me busco por internet qué exactamente caracteriza una mala hierba. La definición clásica, desafortunadamente, no ayuda: es cualquier planta que crece espontáneamente, fuera de lugar.
Al verme, una vecina recomienda que me asegure de eliminar las raíces de no-sé-qué. Le sonrío y digo eso intento, pero que esas malditas se escabullen. Se ríe y dice que así es. La farsa me hace sentir aún más inútil.
Mentiría si les dijera que cuando vivía en la isla era un especialista en la flora cagüeña. Pero, más allá de poder diferenciar entre equis y ye planta, lo que sí tenía era el vocabulario para nombrar todo lo que crecía por mi casa. De hecho, no sólo lo que crecía. Creo que podría nombrar cada ave que pasaba por nuestro patio, cada insecto y lagartija.
La migración no sólo implica grandes cambios y desplazamientos, o pérdidas y ganancias dramáticas. Hay todo un registro de pequeñas dislocaciones que nos toma años descubrir. Pérdidas mínimas —hasta banales, es cierto—, por ejemplo, la incapacidad de nombrar esas flores de pétalos amarillos que se estiran como una falda en una cintura morena y que, al mirar alrededor de mí, a los lindes del jardín, me rodean.
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