It is like descending into another world - a world of red light and loud jazz, a world of men absorbed in music, sitting in armchairs, facing large speakers.It could be another time, rather than the early afternoon. It could be New York, in the sixties. I could be listening to the gentle tones of Bill Evans playing the piano.
Instead, I am in Jam Jams, a Jazz Café, in Kobe, Japan, and it is early afternoon.
A simple stroll down some stairs has taken me out of the busy city centre, into this dimly lit café.
My eyes begin to adjust to the room and my ears tune to the loud music.
A lady sits at the bar sipping coffee. She is reflective, thoughtful. Behind the bar, lined with colorful liquor bottles, are hundreds of neatly stacked records.
The barman is serving drinks, changing records on a state of the art turntable, keeping the mood like an exotic DJ.
A red guitar is mounted on the wall. I see French movie posters, brochures advertising jazz gigs, jazz records in picture frames.
I sit in a comfortable armchair and order a coffee and cake-set for 1000 yen – about $12 U.S.
Towards the front of the long room, beneath a poster of a cigar smoking Che Guevara, jazz is blaring from a huge speaker.
A sign near the bar directs customers to this area. It is called the ‘Listening Area. Several men are sitting- pensive, absorbed.
The speaker – a valve amplifier - is an exotic relic from the past. The odd crackles tell me that the sound is coming from a record. It is a warm sound, like that of a live band.
It feels late in the evening, though it is early afternoon.
I am sitting in one of Japan's many Jazz Cafes – a serious side to jazz listening in Japan– and an opportunity to hear extensive back catalogues of jazz CD s and records –an interesting cultural phenomenon!
These cafes have a sophisticated cultural history, according to Michael Molasky, history professor at the University of Minnesota. He spent a year visiting Japanese Jazz Cafes, and has written a Japanese text on Jazz Cafes -The Jazz Culture of Postwar Japan: Film, Literature, the Underground.
The first jazz cafes opened in the late 1920s and early 1930s, yet became even more popular during the occupation, when American culture swept Japan - servicemen introducing many locals to jazz records.
The cafes also had booms in the early 1950s and 1960s when the likes of modern jazz – and touring bands such as Art Blakey and the Jazz Messengers- had very successful tours of Japan.
The cafes became sites for cultural and political alternativeness in the 1960s when civil rights and the Vietnam War were on the political agenda, and African American jazz became very popular.
There was also a deep influence when the aesthetics of the French New Wave – the Nouvelle Vague – swept through artistic and cinema circles around the globe.
The growth in improvised jazz, including a burgeoning local jazz scene, also saw interest grow in the late sixties.
I visit the Voice Café, also in Kobe. It is situated on the second floor of a railway station shopping arcade.
I sit at the bar and chat with the owner Mr. Morata Seiji. He serves coffee, changes CDs, or records, and chats with the customers.
Two ladies, one a regular from a nearby store, sit at the counter. Mr. Morata is a genuine enthusiast with thousands of jazz records – 'about 6000,' he states, "many by mail order."
In the corner of the L-shaped café a man sits in an armchair listening intently to the sound from a large Altec Lansing speaker. He is absorbed, alone. One senses that he doesn't want to be interrupted. Mr. Morata understands the protocols.
"There are a lot of professionals who come in here," says Mr. Morata. "doctors, psychiatrists, white-collar workers. Many of the men who come in are from high society."
"Jazz just caught on, after the war," he says. "It fits into a unique way of Japanese thinking – a type of mathematics. Jazz is heard by the brain, it is like an adventure. You build up expectations of what is coming next."
Mr. Morata's favorite players include Miles Davis, Bill Evans, Tommy Flanagan and Hank Jones. He pulls out a folder and proudly shows me photos of people who have visited his home or café. He is proud of the time when Al Grey, the American trombonist, visited.
I am joined at the counter by a jazz pianist and composer Kazuki Iida. He comes into the café each week, enjoys the atmosphere and a chat. He draws on his cigarette – smoking is common in these jazz cafes – and informs me of major names in Japanese jazz. He has a weekly piano gig at a Kobe bar called Ellies. He incorporates traditional Japanese instruments, and taiko, with his piano playing.
Mr. Morada interrupts. He has put on a new CD. It is called Logue by Takayuki Yagi. "It has been produced by my son," Mr. Morada says, proudly.
Visit any of these cafes and you will soon find an enthusiast.
Jazz Cafes have an unusual image in Japan. For some people they are seen as places for isolated men, seedy places, sometimes in the red light district of the city.
According to E. Taylor Atkins in his book Blue Nippon- Authenticating Jazz in Japan, "jazz remains foreign to most Japanese, and thus the jazz community represents a bizarre alien (at best, hybrid) subculture virtually unintelligible to the masses."
lunes, marzo 30, 2009
jazz cafes japan, por Darren Davis
Me interesa Japón. Siempre lo ha hecho. Quizás porque veía demasiado anime cuando chamaquito. Esta obsesión me llevó a escuchar música japonesa. En una canción de j-pop, una tarde, me tropecé con una cita del libro "Woman in the Dunes" de Kobo Abe, y compré el libro, y leí el libro. De ahí en adelante continué siguiendo a Abe, y luego a Haruki Murakami, y luego a Banana Yoshimoto, y a Yukio Mishima, y etcétera, etcétera, etcétera.
Me gusta el jazz, también. Y por Haruki descubrí que en Japón el jazz es como una sub-cultura.
Toda esta malparida introducción para poner esta crónica publicada hoy en el Seoul Times, escrita por el fotógrafo Darron Davis, y titulada Jazz Cafes Japan:
half-breed, dice Memmi
domingo, marzo 15, 2009
una ave se posa en un palo de limones
1.
Ha estado lloviendo. Todo el fin de semana ha estado lloviendo. Una brisa fría se ha acumulado en mi cuarto, y no abro la puerta por miedo a perderla. Me tiro a la cama con un manuscrito sin terminar y con una novela que releer. El sol se asoma por detrás de la espesa nubosidad, sólo tengo una columna de ventanas Miami abierta. A lo lejos, en la sala, escucho a mi hermano peleando con un noticiero estadounidense. Lo escucho sufriendo por cuestiones que no le atienen directamente. El murmullo del televisor se escabulla por entre los lapsos de silencio en el silbido de un ave que se ha posado cerca de la ventana. Chilla corrido. No es extremadamente musical, es un silbido que ondula, que raspa. Alterna, por momentos, con otro canto un poco más grueso, más entrecortado. De ave grande, diría. Pero podría estar equivocado. Me gustaría poder nombrarlo. Poder decir eso que canta es un equis, y en equis encontrar un conocimiento de la fauna local que atestigüe veintidós años de isla y caribe adentro.
2.
Esto mismo me sucedió el viernes de la semana antepasada, cuando circulaba por la universidad, recopilando información para una crónica que tenía que escribir. Caminé por un sendero estrecho que da a tres bustos de tres poetas importantes, rodeado por árboles, con algo de santuario. Pensé lo mismo. Quería poder nombrarlos. Fui a ellos, por la grama que no se pisa, para ver si encontraba una placa, que me diera el nombre.
Miré al reloj. Estaba esperando que me llamaran de una universidad gringa, como había acordado por un e-mail, para una breve entrevista. Creo que este dato tiene mucho que ver con estas ganas de poder nombrar las cosas. ¿Cómo se registra el paso de uno por un lugar, el paso del lugar por uno? Me gustaría poder tener más derecho sobre la isla, que el derecho que tiene ella sobre mí. Me gustaría tener más de ella adentro, algo más que aquello que se me dio cuando nací—un certificado de nacimiento, una lengua, una cultura, palabras como zafacón y chévere.
Ya es demasiado tarde, me digo a veces, para aprender toda una vida. Para rellenar las dos décadas de isla con otra cosa más que la experiencia personal, para poder insertar la experiencia geográfica en todo esto. ¿Cuántos pueblos puedo conocer en los cinco meses que me quedan? ¿Cuántos pueblos se me quedan vacíos, nublados por el fog of war que cubre los terrenos no trotados?
3.
Cierro el libro y me concentro en el pequeño insecto que se ha unido al catálogo de sonidos. Supongo que es un grillo, quizás una cigarra, aunque no sé si en la isla existen. Su conocimiento, como el de la mayoría de los animales que conozco y puedo identificar de sólo escucharlos, se remonta al 1995, cuando mi padre trajo un CD de Grollier Multimedia Encyclopedia para la computadora. Solía llegar de la escuela y sentarme frente al monitor, ir a la sección de animales y visitar todos los artículos que podía antes de las siete de la noche, escuchando los clips de sonidos que traía el programa. Cuando los terminaba, volvía al principio, y los leía y escuchaba todos otra vez. El año siguiente, en el 1996, tenía nueve o diez años, mi padre trajo otra enciclopedia, mucho mejor equipada que aquella, Encarta ’97. A diferencia de la anterior, la nueva adquisición incluía dos animales que yo conocía personalmente: el coquí y el guaraguao. Pero hasta ahí llegaba el inventario de animales autóctonos de la isla.
4.
Una vez, buscando un artículo acerca de Puerto Rico, me tropecé con una breve nota dedicada a Pedro Roselló. Me parece irónico ahora, pero recuerdo claramente que fue el nombre del corrupto gobernador que me hizo sentir, al niño que fui, que la isla sí existía. Anterior a eso, me preguntaba porque nunca la había escuchado mencionar en Cable TV, que para mí era la única televisión que existía.
5.
Miro por la ventana y logro entrever un ave. No puedo acertar cuál canto le pertenece, porque me mira desde el muro de su posada en silencio. Es un pájaro pequeño, del tamaño de una mano, de plumaje marrón o negro oscuro. Da un salto hacia el brazo de un pequeño palo de limones que se está dando en el patio. La rama se dobla bajo su peso. El árbol aún es joven. Dio su primer limón hace algunos meses. De allí vuelve a saltar hacia el muro. Otro de su misma especie se posa a su izquierda. Siento que me miran. El grillo o la cigarra redoblan su chillido vibrante. Vuelvo a mirar a las aves y me quedo esperando a que canten, pero toman vuelo y se desaparecen detrás de la casa del vecino.
Ha estado lloviendo. Todo el fin de semana ha estado lloviendo. Una brisa fría se ha acumulado en mi cuarto, y no abro la puerta por miedo a perderla. Me tiro a la cama con un manuscrito sin terminar y con una novela que releer. El sol se asoma por detrás de la espesa nubosidad, sólo tengo una columna de ventanas Miami abierta. A lo lejos, en la sala, escucho a mi hermano peleando con un noticiero estadounidense. Lo escucho sufriendo por cuestiones que no le atienen directamente. El murmullo del televisor se escabulla por entre los lapsos de silencio en el silbido de un ave que se ha posado cerca de la ventana. Chilla corrido. No es extremadamente musical, es un silbido que ondula, que raspa. Alterna, por momentos, con otro canto un poco más grueso, más entrecortado. De ave grande, diría. Pero podría estar equivocado. Me gustaría poder nombrarlo. Poder decir eso que canta es un equis, y en equis encontrar un conocimiento de la fauna local que atestigüe veintidós años de isla y caribe adentro.
2.
Esto mismo me sucedió el viernes de la semana antepasada, cuando circulaba por la universidad, recopilando información para una crónica que tenía que escribir. Caminé por un sendero estrecho que da a tres bustos de tres poetas importantes, rodeado por árboles, con algo de santuario. Pensé lo mismo. Quería poder nombrarlos. Fui a ellos, por la grama que no se pisa, para ver si encontraba una placa, que me diera el nombre.
Miré al reloj. Estaba esperando que me llamaran de una universidad gringa, como había acordado por un e-mail, para una breve entrevista. Creo que este dato tiene mucho que ver con estas ganas de poder nombrar las cosas. ¿Cómo se registra el paso de uno por un lugar, el paso del lugar por uno? Me gustaría poder tener más derecho sobre la isla, que el derecho que tiene ella sobre mí. Me gustaría tener más de ella adentro, algo más que aquello que se me dio cuando nací—un certificado de nacimiento, una lengua, una cultura, palabras como zafacón y chévere.
Ya es demasiado tarde, me digo a veces, para aprender toda una vida. Para rellenar las dos décadas de isla con otra cosa más que la experiencia personal, para poder insertar la experiencia geográfica en todo esto. ¿Cuántos pueblos puedo conocer en los cinco meses que me quedan? ¿Cuántos pueblos se me quedan vacíos, nublados por el fog of war que cubre los terrenos no trotados?
3.
Cierro el libro y me concentro en el pequeño insecto que se ha unido al catálogo de sonidos. Supongo que es un grillo, quizás una cigarra, aunque no sé si en la isla existen. Su conocimiento, como el de la mayoría de los animales que conozco y puedo identificar de sólo escucharlos, se remonta al 1995, cuando mi padre trajo un CD de Grollier Multimedia Encyclopedia para la computadora. Solía llegar de la escuela y sentarme frente al monitor, ir a la sección de animales y visitar todos los artículos que podía antes de las siete de la noche, escuchando los clips de sonidos que traía el programa. Cuando los terminaba, volvía al principio, y los leía y escuchaba todos otra vez. El año siguiente, en el 1996, tenía nueve o diez años, mi padre trajo otra enciclopedia, mucho mejor equipada que aquella, Encarta ’97. A diferencia de la anterior, la nueva adquisición incluía dos animales que yo conocía personalmente: el coquí y el guaraguao. Pero hasta ahí llegaba el inventario de animales autóctonos de la isla.
4.
Una vez, buscando un artículo acerca de Puerto Rico, me tropecé con una breve nota dedicada a Pedro Roselló. Me parece irónico ahora, pero recuerdo claramente que fue el nombre del corrupto gobernador que me hizo sentir, al niño que fui, que la isla sí existía. Anterior a eso, me preguntaba porque nunca la había escuchado mencionar en Cable TV, que para mí era la única televisión que existía.
5.
Miro por la ventana y logro entrever un ave. No puedo acertar cuál canto le pertenece, porque me mira desde el muro de su posada en silencio. Es un pájaro pequeño, del tamaño de una mano, de plumaje marrón o negro oscuro. Da un salto hacia el brazo de un pequeño palo de limones que se está dando en el patio. La rama se dobla bajo su peso. El árbol aún es joven. Dio su primer limón hace algunos meses. De allí vuelve a saltar hacia el muro. Otro de su misma especie se posa a su izquierda. Siento que me miran. El grillo o la cigarra redoblan su chillido vibrante. Vuelvo a mirar a las aves y me quedo esperando a que canten, pero toman vuelo y se desaparecen detrás de la casa del vecino.
domingo, marzo 08, 2009
querer transformar la incomodidad
1.
Querer escribir. Querer narrar algo. Querer transformar esa incomodidad que se me acumula en las palmas de mis manos, en mi pecho. Querer narrar algo que no me tenga. Darle final a esos documentos a medio teclear. Leerlos, saber hacia dónde tienen que ir, pero no saber cómo llevarlos.
Tener que escoger un idioma. El idioma correcto para equis narración. Tener que decir este cuento será en español. Este cuento será en inglés. Y no poder deshacer esa disposición. Porque se hace imposible deshilar la providencia. Obligarlos siempre a vivir en español, o en inglés es injusto, y conclusivo. Querer reversarlo, luego, querer rehacerlo en el otro idioma siempre lo tatúa de traducción. ¿Es eso malo?
Abuso: siempre los hago ser lo que no son. Sé que la equivocación está ahí, al llevar la historia y el personaje al documento en blanco. Y es que nacen despalabrados, desnudos, y cuando tomo asiento para deshacerme (hacerlos) me nacen binarios, divididos en dos, bilingües. Y me enojo y me digo, puñeta, tienes que escoger. Y el fallo siempre es político. Esta historia se tiene que narrar en español/no se puede narrar en inglés.
Continúo amputando. Pensarlos cuento, novela corta, relato. Pensarlos cortos, o largos y obligarlos una vez más. No tomo en cuenta la originalidad. La originalidad no me importa. La innovación no me importa. Lo que me concierne es llevar acabo la narración, es contarla con las palabras correctas—que siempre son incorrectas—es relatar (con todo lo que eso conlleva, ver desvalijadas).
2.
La mierda es que no son. Aunque los haga, aunque los piense, no son hasta que me equivoco. Y la equivocación es la única forma de llevarlos a cabo. Porque la equivocación es hacerlos materiales—y, al mismo tiempo, acertar.
Termino en el mismo espacio: queriendo escribir, queriendo narrar algo, queriendo transformar la incomodidad que se me acumula en las palmas de las manos. Releo las cientos de cientos de páginas que esperan. Imprimo cuentos viejos y los ojeo, imprimo las novelas cortas y las ojeo, y esa materialidad de papel barato y estrujado las hace leíbles. Las hace algo. Las ideas están ahí, los personajes ya están empezados, está Daisy, está el papá en la lanchita vieja, está el estudiante extranjero intentando hacer arroz, la southern belle, está el clima, está la situación, está el domingo soleado de brisa fresca, de final de semana, de tengo que lavar ropa y no quiero, de tengo que hacer la tesina y no quiero. Está inclusive una de las oraciones: accidental, perhaps, and yet never random. Pero en todas estoy, y ese es el principal obstáculo, lo que motivó esta entrada en la que ahora divago. ¿Cómo salirse de la narración? ¿Es posible? E insertar estas preguntas me hace pensar en Rivera Garza, lo cual ostenta otro lío: la constante consciencia de las lecturas pasadas. ¿Cómo librarse de ellas?
3.
Concluyo: el querer escribir, el querer narrar algo, el querer transformar la incomodidad que se acumula en las palmas de las manos siempre culmina en fracaso. Es imposible que no sea así. Toda narración termina siendo una mueca de lo contado, una mueca de lo que debió ser, una mueca de quien lo escribe, y quien lo lee. Ni la calidad ni el logro hacen la diferencia. El éxito es inverosímil, absurdo.
Y, entonces, ¿qué queda? ¿qué se hace?
Querer escribir. Querer narrar algo. Querer transformar esa incomodidad que se me acumula en las palmas de mis manos, en mi pecho. Querer narrar algo que no me tenga. Darle final a esos documentos a medio teclear. Leerlos, saber hacia dónde tienen que ir, pero no saber cómo llevarlos.
Tener que escoger un idioma. El idioma correcto para equis narración. Tener que decir este cuento será en español. Este cuento será en inglés. Y no poder deshacer esa disposición. Porque se hace imposible deshilar la providencia. Obligarlos siempre a vivir en español, o en inglés es injusto, y conclusivo. Querer reversarlo, luego, querer rehacerlo en el otro idioma siempre lo tatúa de traducción. ¿Es eso malo?
Abuso: siempre los hago ser lo que no son. Sé que la equivocación está ahí, al llevar la historia y el personaje al documento en blanco. Y es que nacen despalabrados, desnudos, y cuando tomo asiento para deshacerme (hacerlos) me nacen binarios, divididos en dos, bilingües. Y me enojo y me digo, puñeta, tienes que escoger. Y el fallo siempre es político. Esta historia se tiene que narrar en español/no se puede narrar en inglés.
Continúo amputando. Pensarlos cuento, novela corta, relato. Pensarlos cortos, o largos y obligarlos una vez más. No tomo en cuenta la originalidad. La originalidad no me importa. La innovación no me importa. Lo que me concierne es llevar acabo la narración, es contarla con las palabras correctas—que siempre son incorrectas—es relatar (con todo lo que eso conlleva, ver desvalijadas).
2.
La mierda es que no son. Aunque los haga, aunque los piense, no son hasta que me equivoco. Y la equivocación es la única forma de llevarlos a cabo. Porque la equivocación es hacerlos materiales—y, al mismo tiempo, acertar.
Termino en el mismo espacio: queriendo escribir, queriendo narrar algo, queriendo transformar la incomodidad que se me acumula en las palmas de las manos. Releo las cientos de cientos de páginas que esperan. Imprimo cuentos viejos y los ojeo, imprimo las novelas cortas y las ojeo, y esa materialidad de papel barato y estrujado las hace leíbles. Las hace algo. Las ideas están ahí, los personajes ya están empezados, está Daisy, está el papá en la lanchita vieja, está el estudiante extranjero intentando hacer arroz, la southern belle, está el clima, está la situación, está el domingo soleado de brisa fresca, de final de semana, de tengo que lavar ropa y no quiero, de tengo que hacer la tesina y no quiero. Está inclusive una de las oraciones: accidental, perhaps, and yet never random. Pero en todas estoy, y ese es el principal obstáculo, lo que motivó esta entrada en la que ahora divago. ¿Cómo salirse de la narración? ¿Es posible? E insertar estas preguntas me hace pensar en Rivera Garza, lo cual ostenta otro lío: la constante consciencia de las lecturas pasadas. ¿Cómo librarse de ellas?
3.
Concluyo: el querer escribir, el querer narrar algo, el querer transformar la incomodidad que se acumula en las palmas de las manos siempre culmina en fracaso. Es imposible que no sea así. Toda narración termina siendo una mueca de lo contado, una mueca de lo que debió ser, una mueca de quien lo escribe, y quien lo lee. Ni la calidad ni el logro hacen la diferencia. El éxito es inverosímil, absurdo.
Y, entonces, ¿qué queda? ¿qué se hace?
viernes, marzo 06, 2009
islas en el fin del mundo, dice Lalo.
El habitante de las islas vive en un mundo tapiado por el océano. Depende de medios costos, complejos y costosos para realizar cualquier desplazamiento. No se trata aquí de tomar un auto o uyn tren. Nadie aplaudiría en este caso. El fin del mundo queda muy lejos en las islas, en gran medida, porque ellas constituyen ya un fin del mundo. El vuelo es siempre un hecho extraordinario y el aterrizaje posee incluso la dimensión estética (y, además, agradecida) de la performance. Es ésta la performance del regreso, fue éste el evento del cruce de los mares.
p. 73, Los países invisibles, Eduardo Lalo. [Las negritas las añadí yo].
martes, marzo 03, 2009
aldeano
Ya es demasiado tarde, me dice el viejo poeta utuadeño, aunque quizás mi retentiva haya desfigurado sus palabras un poco, para irme de este pueblo, para salir, e irme a vivir a otro país. Para ti, no. Tú eres joven, lo puedes hacer. Acoplarte. Yo, por el otro lado, soy un aldeano. Tengo mentalidad de aldeano. Estoy acostumbrado a ser un aldeano. Y seré, por lo que me queda de vida, un aldeano.
lunes, marzo 02, 2009
manifestofilia
1.
Confieso que me divierte leer los manifiestos de las “vanguardias” literarias de la primera mitad de siglo veinte. Hasta hace algunos meses sólo había tenido acceso a aquellos de las más famosas, las antologadas en libros acerca de las vertientes latinoamericanas de este movimiento masivo (el de “romper”). De las cuales, no debe sorprender, los de las vanguardias puertorriqueñas no formaban parte. No obstante, me tropecé, a principios de este año, con un viejo ejemplar de Nuestra Aventura Literaria de Luís Hernández Aquino publicado en el 1964, reimpreso en el 1980, que me regaló Juanluís tras tropezarse con una montaña de ejemplares en venta a un dólar, en un almacén de liquidación en la Ponce de León.
2.
En enero, además, descubrí al poeta Graciany Miranda Archilla, gracias a una clase que dicta Félix Córdova. No debo ocultar que es mi obsesión del mes, junto al poeta estadounidense Morri Creech (sacado de la biblioteca de Samuel). Y motivado por la curiosidad acerca de este poeta, rebusqué entre mis libros hasta tropezarme con el libro que mencioné en el punto anterior. En las últimas páginas de este, se encuentran algunos manifiestos escritos por Clemente Soto Vélez y Graciany bajo los títulos Acracia Atalayista y Manifiesto Atalayista. Y son tan geniales y juveniles como el resto de los manifiestos, cargan esa ilusión ingenua de los poetas de “vanguardia”, ese atrevimiento perspicaz que estoy seguro que no se creen ni ellos mismos, pero que les permitió retar al establishment y crear un poquito de revuelo en los finales de la segunda década del siglo pasado.
3.
A continuación, una de mis líneas favoritas de Acracia Atalayista, escrita por Soto Velez, quien se titulaba el Atalaya de los Dioses, y publicado el 16 de septiembre del 1929 en el periódico El Tiempo, página 4:
Confieso que me divierte leer los manifiestos de las “vanguardias” literarias de la primera mitad de siglo veinte. Hasta hace algunos meses sólo había tenido acceso a aquellos de las más famosas, las antologadas en libros acerca de las vertientes latinoamericanas de este movimiento masivo (el de “romper”). De las cuales, no debe sorprender, los de las vanguardias puertorriqueñas no formaban parte. No obstante, me tropecé, a principios de este año, con un viejo ejemplar de Nuestra Aventura Literaria de Luís Hernández Aquino publicado en el 1964, reimpreso en el 1980, que me regaló Juanluís tras tropezarse con una montaña de ejemplares en venta a un dólar, en un almacén de liquidación en la Ponce de León.
2.
En enero, además, descubrí al poeta Graciany Miranda Archilla, gracias a una clase que dicta Félix Córdova. No debo ocultar que es mi obsesión del mes, junto al poeta estadounidense Morri Creech (sacado de la biblioteca de Samuel). Y motivado por la curiosidad acerca de este poeta, rebusqué entre mis libros hasta tropezarme con el libro que mencioné en el punto anterior. En las últimas páginas de este, se encuentran algunos manifiestos escritos por Clemente Soto Vélez y Graciany bajo los títulos Acracia Atalayista y Manifiesto Atalayista. Y son tan geniales y juveniles como el resto de los manifiestos, cargan esa ilusión ingenua de los poetas de “vanguardia”, ese atrevimiento perspicaz que estoy seguro que no se creen ni ellos mismos, pero que les permitió retar al establishment y crear un poquito de revuelo en los finales de la segunda década del siglo pasado.
3.
A continuación, una de mis líneas favoritas de Acracia Atalayista, escrita por Soto Velez, quien se titulaba el Atalaya de los Dioses, y publicado el 16 de septiembre del 1929 en el periódico El Tiempo, página 4:
Nuestro hiparca atalayista Graciany Miranda Archilla, dice: «Puerto Rico antes de nosotros no había tenido poetas.» Maravilloso acierto. Si afirmamos por ejemplo, que un versifgicador es un poeta, Puerto Rico ha tenido un millón de poetas. Ahora, si decimos que un poeta es un creador, un inventor, un constructor de mundos, se reafirma lo que dice nuestro hermano Archilla. Un versificador no sabe más que hacer consonantes. ¿Podría un versificador darle a un río la forma de una estrella? Y así, agarrados de las cabelleras de los huracanes de la libre emoción, retamos al universo desde las torres de nuestra Atalaya”
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el final de las cosas, dice Donoso
Las cosas que terminan dan paz y las cosas que no cambian comienzan a concluirse, están siempre concluyéndose. Lo terrible es la esperanza.
El lugar sin límites, José Donoso.
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El Lugar Sin Límites,
José Donoso
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