lunes, junio 22, 2009

el listado, un cuento para el blog.

1.
Le gustaría preguntarte de dónde llegaste. O quizás, si le dieses la oportunidad, insistiría en el por qué ahora, atribuyéndole a la imposibilidad del asunto una dimensión temporal.
Temo que ella te preguntaría tantas cosas. Cosas que no me cabe imaginar.
Sólo puedo alcanzar a mencionarte algunas, porque hizo una lista, hace unas semanas. De ahí sustraigo estos datos.
Supongo que su jefe estaba ocupado en una reunión cuando la escribió. Arrancó un papel con el estampado de la compañía y tituló, en su letra manuscrita, un poco tosca y gorda: 5 Cosas que le Preguntaría Si Me Diese la Oportunidad.
Simple, porque aunque no lo creas, para asuntos emocionales, Amanda es la señorita praxis. Al terminar, dobló la nota en dos partes. En una tercera, en forma diagonal; haciendo del pedazo un triángulo, y lo guardó en el bolsillo del pantalón.
La transparencia que Amanda ostenta en su trata social, se refleja en todas las facetas de su vida, como estoy seguro que sabes. La forma en la que dobla sus notas dice mucho de su contenido. Sobre la coqueta de su cuarto se encuentran cientos de papeles doblados en cuadrados y rectángulos, otros en octágonos y estrellas. Nunca antes había visto un triángulo tan perfecto entre sus cartas.
2.
Las dos preguntas con las que emprendí este relato son, en realidad, el primer número en el listado. Admito que cuando comencé a leer pensé que cargaría más o menos la misma línea, el mismo estilo en sus inquisiciones. A partir de ese par, consideré que las dudas girarían entorno a señuelos existenciales. Sin embargo, la segunda me parece que apunta a una conversación que ustedes tuvieron en algún momento. A algún chiste secreto. La primera vez que la leí, pensé que se trataba de un asunto literal. Mas, tras lecturas consecutivas, noté que al final de la oración sus letras se encogían, como apuntando a una sonrisa. A un guiño. Decía, en inglés: #2. Dime, do you wash your hair in honey dew?
Tras palparla, consideré cerrar la nota. No inmiscuirme en asuntos ajenos. Después de todo había confiado en mí al dejarme permanecer en su habitación mientras se duchaba, sin pero alguno. Un largo trecho para un noviazgo tan temprano como el nuestro. Como quiera, si el resto de los puntos referían al lector a conversaciones pasadas, a palabras ya viejas, perdía mi tiempo. No era mi trabajo, ni fetiche, conjeturar acerca de la vida privada de los terceros.
3.
Llevé mis ojos al número tres con recelo. De la entonación de este pendía la continuación de mi lectura. Para mi suerte (¿podría hablar de buena suerte en este asunto?), la pregunta, un párrafo, era directa, clara: #3. ¿En qué piensas cuando estás callado? ¿Cuándo en medio de conversación inclinas tu mirada hacia mi hombro y te alejas? ¿Serán cosas buenas? ¿O, como me temo, todo es negativo? ¿Será que en alguno de estos silencios repentinos me consideras a mí o a mis palabras? ¿O es que piensas en qué hubiese pasado si Frances nunca hubiese vaciado el armario? ¿Qué hubiese pasado si durmieses un poco más ligero y te hubieses levantado a tiempo para detenerla? Mejor aún, ¿será que no piensas en nada?
Confieso que sonreí ante su firmeza. Que sentí orgullo a que fuese tan directa. No obstante, el reflejo de estas mismas cualidades en la escritura, la manera en que no variaba en lo más mínimo el tamaño de las letras, en que acentuó todas las palabras, que no abrevió ningún qué, me inquietó. Era obvio que había cavilado en esa pregunta en más de una ocasión. Una ojeada adicional me hizo considerar la posibilidad de que las dos anteriores fuesen sólo un pretexto para alcanzar esta.
4.
La tubería del viejo apartamento cagüeño que su padre le heredó gimió barrunto. Tomé la lista, imité su doble, y me la coloqué en el bolsillo. Cuando entró a la habitación, tan alta y tan arreglada, vistiendo esa sonrisa nueva que aún me causa estragos, olvidé por completo el listado. Tú me entenderás, de seguro. No sé qué tan bien la conoces. Supongo que lo suficiente para saber que no suele sonreír con frecuencia. Lo difícil que es ganar el privilegio. O quizás no, quizás me equivoco, y ella te sonríe todo el tiempo. El punto es que olvidé del listado por casi una semana.
La cargué, como un cinturón de explosivos, sin darme cuenta. Hasta que un viernes me encontré sólo en casa y tropecé con el triángulo de papel amarillento y estampado de compañía. Lo abrí, casi olvidando de qué se trataba.
Durante esa semana tácita, apenas pasé tiempo con ella. Nuestros horarios de trabajo no coincidieron. Las pocas llamadas telefónicas que nos hacíamos jamás conectaban exitosamente. Mi servicio de Internet estaba disparatado. No era la primera vez que todos estos factores pactaban. Habíamos tenido lapsos de incomunicación anteriormente. Sin embargo, teniendo el listado en la mano, sentí urgencia por saber dónde se encontraba, qué hacía en ese momento. Decidí no llamarla. Por alguna razón, sabía que estaba contigo. Que habían salido a beberse unas cervezas o a hablar, como solían hacer. Normalmente, no me hubiese importado. Pero, dada a las circunstancias, ¿me culparías?
Releí los puntos anteriores con una taza de café negro en la mano. Ni siquiera había mirado el número cuatro hasta que llegué a él. Tragué fuerte y coloqué la taza encima de una edición rosada de Women as Lovers de Elfriede Jelinek, que Amanda había dejado en mi mesa de noche hacía unas semanas. Continué leyendo. Su letra aún preñada de firmeza, de voluntad:
#4. ¿Qué piensas de nuestro parecido? ¿De nuestra ligereza de sueño? ¿De la facilidad con la que ensamblamos conversaciones que ofrecen lo suficiente, pero que nunca ceden totalmente? ¿Qué piensas de mi ignorancia para las cuestiones más cotidianas? ¿Qué piensas de la sonrisa que intento evitar cuando me aclaras cualquier duda? ¿Qué pensaste de mi librero, cuando lo viste? ¿De mi preferencia por novelistas austriacas? ¿De la proliferación de premios Nóbel? ¿De las ediciones en francés que ojeaste, a pesar de no entender nada? ¿De la montañita de libretitas caras repletas de esta letra garabateada? ¿Qué piensas de nuestro parecido? ¿Será que para ti es la materia con la que se tejen las buenas amistades? ¿Será que para ti no huele al almíbar de lo soñado, de la cursilería pop que no puedo evitar? ¿O será que, y esto lo temo más que nada, no me lo crees? ¿Será que piensas que todos esos libros son pose y muralla, castillo y garita, que estoy vacía, que soy de cartón?
Olvidé el café por completo. ¿Cómo culparme? ¿Cómo reaccionar? Leí la última pregunta, la que tenía el pequeño cinco tatuado a su izquierda, porque quería terminar con la lista. Evité rumiarla con demasía. Era lo menos que quería hacer. Le regresé su doblez triangulado. La lancé al zafacón, temiéndola boomerang. De golpe entendí por qué las confesiones deben limitarse a viejos templos de piedra, a los oídos de hombres castos y de pesadas sotanas.
5.
El día siguiente, Amanda llegó a casa temprano. Me contó que ustedes habían pasado la noche conversando en una placita que recién inauguraron cerca de su apartamento. Me resumió la conversación, como para darme a entender que no había nada que esconder. Comentó tu situación con Frances. Dijo que pensaba que seguías herido, a pesar de que casi había pasado un año. Cambié el tema para asegurarle que no tenía que darme detalles. En realidad no tenía que hacerlo. Si sentí celos cuando comencé la lista, ya habían sido exorcizados. De no ser así, me hubiese vuelto loco.
Apenas dormí esa noche. La escuché inhalar y exhalar con una paz inquietante. Había tanto escondido en su interior. Un sistema de cavernas innombrables al que sólo tú, sin saberlo, habías ingresado. Era inconcebible lo hondo que le habías llegado. Desconcertante. Con ella dormida como santa, con su espalda ancha, desnuda y manchada, fui al zafacón y escarbé por el triángulo. Entré al baño y cerré la puerta con sigilo. Brinqué al quinto número. Algo se estremeció en la boca de mi estómago. El manuscrito de Amanda se cimbraba diferente con cada carácter, como si toda grafía le perteneciese a una autora distinta. La releí, una y otra vez. Primero para cementar, de una vez por todas, mi decisión de contarte todo esto; asegurarme que no había vuelta atrás. Y segundo, para poder, aunque fuese sólo una vez en mi vida, aproximarme a un sentimiento tan puro, tan íntimo y cabal.
Ahora sólo me queda añadir una línea a su lista. Apropiarme de su texto y grabarle un número seis, en letras fuertes. Mirarte a los ojos, de hombre a hombre, como decía mi abuelo, y preguntarte, ¿qué harás?

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