miércoles, agosto 26, 2009

kirsten, un cuento

Aún en ese entonces no sabía que Kirsten no siempre había sido mujer, aún en ese entonces nuestra relación era joven, era un niño preescolar al que sus padres aún no le han hecho hincapié en que los nenes juegan con los nenes y las nenas con las nenas. Buenos Aires aún era un sueño; unas vacaciones que se habían estirado indefinidamente y que aún no se involucraban en los desaboríos de los visados y los papeles que parecían recalcarle a uno el xeno de la xenofobia, o la negritud que para mi había sido siempre la abuela que murió demasiado joven y que apenas conocí.
Un abril, creo que fue, y nos paseábamos cogidos de mano por la Recoleta, e invertíamos dinero en nimiedades que yo perdería luego, sin saber dónde—jamás imaginando que me lo habrían robado los empleados del aeropuerto que manejaron mis maletas.
¿Cómo no te diste cuenta? Me preguntaron tantas personas que recuerdo la pregunta viniendo de la boca de una amalgama homúnculo, con voz mecánica y olor a cinc. —¿De qué cosa?— le contestaba yo, ¿de lo de la maleta o lo otro? Y ellos no se atrevían mencionarlo, y me contestaban con dientes apretados—lo de Kirsten— porque no se atrevían utilizar pronombres, por no hacerme sentir peor.
Es que ese tipo de cosas, comenzaba yo, pero me cansaba; me cansaba desde el principio y terminaba repitiéndome su pregunta para adentro.
¿Cómo no me di cuenta? Pero, ¿cómo saberlo? No creo que al principio la pensara ni como hombre ni mujer. Simplemente era mi compañera de viaje, el delgado lazo que me conectaba con todos los demás. Lo que sucedió, sucedió con el tiempo—poco tiempo—y fue puramente accidental.
Solíamos decirnos cosas hasta quedarnos dormidos; jamás se trató de una conversación. Meramente nos decíamos cosas. Yo le decía cosas que jamás le había dicho a nadie, y mientras yo pronunciaba, ella callaba. Le hablaba de lo que duele, de la familia, del hermano tecato, de la hermana enajenada, de las metas disecadas; y ella también me decía de lo mismo; y, supongo que igual que yo jamás le mencioné que venía huyendo, que venía corriéndole a una relación demasiado seria, a un lugar en el que no paraba de llover, ella jamás me mencionó que venía huyéndole a todo el mundo que insistía en llamarle Miguel en vez de Kirsten, que venía huyéndole a un país de gente que le sonreían y le decían que estaba bella, que se la presentaban a todo el mundo como ella quería que la presentaran, pero cuando se viraba, pasaban el chisme y le destruían cualquier posibilidad de comenzar como ella quería.
Dormíamos separados, al principio, y no niego que cuando me levantaba de camino al baño, a veces, en el medio de la noche, la miraba; pensaba que tenía un cuerpo bello; porque lo tenía. Para el ojo, y para mi, era mujer de principio a fin y se lo llegué a comentar: eres de las personas más bellas que conozco, Kirsten, y ella se sonrojaba, pero bromeaba que se debía al frío infernal que hacía ese día, y que, por fin, le dio oportunidad de vestir un jacket de cuero que se había comprado en los primeros días que estuvimos allí.
Fui el culpable de que eso cambiara, me doy cuenta ahora, en este aguacero que parece no tener fin. Demasiado tarde. Fui yo quién hice el acercamiento, le dije que deberíamos dormir juntos. No para hacer nada, sino para dormir juntos. Al principio ella se negó, al principio me dijo que no, y pensé que se debía a que era tímida, pero algunas tardes después recibió una llamada de la isla que la quebró—sólo llegaban malas noticias desde la isla, monstruos caribeños con metas despiadadas—y cayó en mi cama hecha llanto, y la dormí en mis hombros, ¿qué más podía hacer? Así, lleno de lágrimas de lo que pensé que era la mujer perfecta, me quedé dormido, y soñé que habíamos nacido allí, juntos y siameses.
¿Cuánto duró exactamente? ¿Cuánto duró esa pequeña nota al calce? Tan pronto regresé—ya todo el mundo sabía lo que había pasado—les mentí, les dije que habían sido apenas algunos días, algunas horas, y eventualmente creo que comencé a engañarme a mi mismo, que me dije que nuestra estadía en aquél hotelucho de los banderines internacionales había sido cuestión de unas semanas, aunque hubiese sido mucho más.
El día de la huelga fue que todo comenzó a desmenuzarse. El día de la huelga hice una llamada a la casa de mis padres, y lo contestó la persona de quien huía, y tiré el teléfono y me desquité con Kirsten: le solté la mano en medio del pelotón de gente que se había reunido frente al obelisco para protestar la falta de empleos y no la volví a ver hasta esa noche. Miré para atrás sólo cuando supe que ya era demasiado tarde para que me alcanzara y la vi mirándome desde muy lejos, intentando alcanzarme, y quise regresar, y me arrepentí, pero la tormenta de gente me arrastró, y terminé caminando por la Corrientes, perdido, descalabrado y culpándome por haber llamado a la isla. Algo así era de esperarse. Nada bueno nacía en la ínsula.

...

El golpe estuvo demás, lo sé, el golpe es lo que me jode la cabeza, lo que me come el sueño. El golpe, y la mirada subsiguiente. ¿Cómo puede uno borrar esas cosas? ¿Cómo mentirse y decirse que estuvo justificado? Desde el piso me miró; confundida, y me pidió perdón y la insulté, le dije hasta mierda. No podía mirarla. No podía pensarla. Seguía insultándola. Seguía tirándole lo que le quedaba por el piso y ella allí, quieta. Sentía su mirada ardiéndome la espalda, lapidándome, y al mismo tiempo pidiéndome perdón. Diciendo que no me quería hacer eso; echándose toda la culpa a los hombros; y ahora me revuelco pensándolo.

...

Lo que sucedió sucedió dos días después de la huelga. La llamó su hermana mayor para decirle que su padre había muerto, de un infarto. Yo llegaba de una obra de teatro a la cual no me había acompañado y la descubrí pegada al teléfono, a pesar de que la línea estaba muerta, con su mirada en blanco, como zombi, perdida en los patrones de la colcha que cubría la cama. La llamé, le pregunté si estaba bien, pero sólo me respondió alcanzándome con esos dos ojos de ultratumba. Le toqué el hombro y la encontré fría. Arranqué el teléfono de sus dedos y lo enganché, la abracé. Le dije que todo estaría bien, porque por un momento pensé que lo estaría.
Nos quedamos dormidos, acostados en la cama. En el medio de la noche, me levanté porque ella hablaba. Debía de llevar haciéndolo un rato, porque cuando sintonicé su voz tan melódica pensé que su historia se acababa. Me contaba de su padre, de los altos y bajos de la relación, de ‘cuándo se enteró’, de cosas que yo no comprendía, y cuando terminó se volteó, casi pegó sus labios a los míos, y yo le dije nada de esto es tu culpa, porque presentí que es lo que ella quería escuchar. Me acarició la mejilla, yo la besé. Intentó alejarse, pero la volví a besar. No te preocupes, le dije, y le besé el cuello, le besé la espalda, le quité la camisa y le lamí los senos, tan redondos y tan perfectos—y tan artificiales, añado ahora.
Así me enteré. Kirsten me detuvo. Me detuvo la mano que insistía en descender por su vientre. Me explicó. Me habló de Miguel, de la operación, de su escape. Pero aún así, no entendí. Me puse de pie, caminé de un lado a otro. Se me acercó, me aguantó por ambos hombros, y me dijo que lo sentía, que intentó decírmelo. Que… mas, ya nada importaba, perdí el control, perdí el sentido, la empujé, levanté la mano izquierda…

...

Lo he logrado—me dijo en nuestros primeros días en Buenos Aires, mientras teníamos una cena argentina en horas que, de vuelta en la isla, yo hubiese estado durmiendo.
¿Qué cosa?—le pregunté.
He logrado huir. Estoy libre.

...

¿Cómo fue posible que yo le arrebatara esa libertad? ¿Cómo era posible que después de haberla ayudado, de haberla asistido a batallar sus demonios, hubiese sido el responsable de propinarle el golpe más pesado? ¿Que yo, su “mejor amigo y ángel guardián” le hubiese devuelto todo el peso del yugo conservador del que ella había estado corriendo?

...

No me fui la noche del golpe. Resolvimos en hacer el check out tres días y dos noches después, en los que cada uno buscaría qué hacer. Me dijo que “me dejaría el camino libre”, y así lo hizo. Durante las horas de la mañana y la tarde, se desaparecía por las avenidas argentinas; y, por las noches, yo me iba a alguna barra, para regresar al cuarto hecho un desastre. Dos noches vagabundeé, y justo antes de irme, justo antes de salir para el aeropuerto—a las cuatro de la mañana, dejé un sobre con el dinero en la cama y empaqué mis cosas—la observé por algunos minutos, mientras dormía. Me recuerdo escudriñando su forma por rasgos masculinos de los que antes no estuve consciente, algo que me dijera que era obvio, que todos lo sabían menos yo; pero ahora, creo que, muy adentro de mí, pienso que la admiraba, como mujer, una última vez. Trazaba su recuerdo en mi conciencia. Para no olvidarla, supongo. Porque, a pesar de que en el momento la odié como jamás había odiado a alguien, sabía que no había sido su intención.
Abordé el avión en ese estado sonámbulo; y, tan pronto me senté, me desmayé. Caí en un sopor del que sólo me escapé al llegar a Miami, siete horas después, para hacer escala con el otro avión que me regresaría a San Juan. Mis padres no me preguntaron nada, mi exnovia no me preguntó nada, y, poco a poco, el rompecabezas se acomodó a solas y todo cayó en su lugar. Me casé con quien se suponía que me casara, ella, conseguí el trabajo que se suponía que consiguiera, el de mi padre, y después de un tiempo, nadie me preguntó nada más. Argentina se nubló, se volvió lo suficientemente leve para desaparecer por completo de mi realidad.
No sé cómo reaccionó Kirsten al levantarse; me lo he preguntado miles de veces. ¿Habrá llorado? O, ¿era de esperarse que me fuera cuando ella no estaba? ¿Se quedó en Argentina o regresó a la isla? Las preguntas, aunque al principio eran muchas y constantes, eventualmente le dieron paso al olvido, o tal vez a la madurez; esa madurez que se había mantenido tan alejada de nuestra relación, esa madurez que se había quedado al margen, al otro lado, en una costa caribeña, y tan pronto vio la oportunidad, saltó hasta alcanzarnos.
No me quedó otra que dejarme llevar, y esperar—desear—que algún día, en algún lugar, me tropezase con ella de nuevo, tal vez para disculparme, no por haberme ido, sino por haberla dejado atrás aquél día de la huelga, sin haberle explicado que no era culpa de ella.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]

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