Norma durmiendo.
Durmiendo a pesar de que la palma que se hinca frente a la casa de urbanización de acceso controlado esté retorciéndose ante las inclemencias del clima; a pesar de que sus pencas sean atrapadas en esa máquina de tortura china que son los soplos ciclónicos; a pesar de que a la residente número ciento quince se le haya olvidado subir a su cachorro, a su pequeñísimo chihuahua, que mira al mundo desde su escondite, desde esa esquina de techo que sobresale hacia un lado, como un niño que descubre que está solo en el mundo. Norma durmiendo.
Norma durmiendo y una sigilosa estría nace en el tronco de la palma, nace silenciosa con la promesa de hacerse fractura, con la certeza de hacerse tránsito; y el cachorro decide aventurarse, arriesgarse fuera del perímetro de la casa, y una cansada penca resuelve soltarse, resuelve abandonar la lucha y estira sus brazos y es cercenada de su cuerpo y lanzada quebrantemente contra una ventana de vidrio. Y Norma durmiendo. La palma no sangra, pero el cachorro sí. Sangra en el momento que el cadáver de penca vuela proyectil en su dirección y le azota las patas traseras, y es su pequeño tobillo, si es que los perros tienen tobillo, el que se fractura y no la palma, que ya es elástica, que ya está plagada de sinuosas fisuras. Mil trescientas ráfagas envuelven la urbanización. Mil trescientas ráfagas la levantan sobre sus múltiples lomos y la aíslan y ocurre un silencio. Los párpados de Norma tiemblan. Un movimiento apenas visible. Las pestañas vibran, pantomima de un acto que no rebasa. La mano derecha se mueve un centímetro hacia su derecha, debajo de la almohada. ¿Se despertará? Flexiona su rodilla izquierda, tenue. Su piel se encrespa. El acondicionador de aire susurra. El párpado, las pestañas. Blancas.
Durmiendo aún. Norma durmiendo inmutable frente a la palma que se niega, a la palma que no sufre por sus pencas, que desnuda y lacerada está aún de pie, contemplando la lluvia echa bolines, contemplando el cielo hecho ónice, contemplando la locomoción de nubarrones desertores que se saben culpables. Impávida ante el sonido invisible de la lengua del perro lamiéndose las patitas, ante el ardor que siente, ante el frío que le pica al lado de la herida, encima de la herida, debajo de la herida. Cruel, cruel, y el cachorrito lamiéndose con empeño, empujándose con empeño, exigiéndose llegar hasta el pequeño parque pasivo al que su propietaria prófuga lo llevó una vez, para poder refugiarse debajo del castillo de madera verde, para poder refugiarse sobre la arena tan calientita en su recuerdo.
El movimiento es ahora más fuerte. Pero ocurre alrededor de la cintura. Se separan los muslos y cambian de posición. Las pestañas no se mueven, pero se ejerce una fuerza sobre los párpados. La mano derecha, nada. La rodilla izquierda, elipsis. El acondicionador de aire agoniza. El alumbrado público, afuera, también. Otro movimiento. Más insistente esta vez. ¿Está intentando despertarse? ¿Por qué no lo logra? Su hombro, el área en la que el cuello se hace pecho. Un hilo de aire se rueda entre los labios. Blanco.
Las raíces de la palma muerden la tierra liquidada. Las mil trescientas ráfagas columpian la urbanización desde los cordones de sus zapatos, la lanzan al aire y estiran sus brazos, como para atraparla nuevamente. Pero la dejan caer. Y la urbanización se comienza a deshacer ante la presión del viento, ante la posesiva gravedad, y le da paso a la profecía de la primera estría, que se cumple, y la palma hecha estocada azota contra la pared de la habitación, fuertemente fuerte, y la quiebra. La impávida peña lluviosa penetra por la nueva hendidura. El cachorro aúlla, con su pierna trasera estirada, y tiembla, tiembla hondo. Las ráfagas lo azotan a él también, pero su refugio no permite que lo muevan. Se ha escondido debajo de la casa de juegos de madera que está en el parque. Está solo, totalmente solo, y por el momento no quiere que esto cambie. Siente una intensa necesidad para con su propia sombra, que yace debajo de las pulgadas de agua. Aúlla una vez más, le permite a sus dos oscuridades trazar el rumbo de todas las palmas de la urbanización, escindidas, que se elevan sobre el parque en huraños espirales ascendientes y que comienzan a trazar la lóbrega silueta de un ojo fosco.
Y Norma sigue durmiendo.
Durmiendo sin darse cuenta que su cuarto se inunda, que la urbanización ya no existe, que la palma ya no está, que el cachorro espera la postrera visita del propietario forastero; y su muslo desnudo, sus párpados, su rodilla inmóvil, su hombro, el área en el que el cuello se hace pecho, sus pulmones. Todo estático y todo detenido. Y tan blancamente blancos.
Norma durmiendo.
Norma dormida.
Norma demasiado quieta y el agua, y la palma, y las mil trescientas ráfagas…
Durmiendo a pesar de que la palma que se hinca frente a la casa de urbanización de acceso controlado esté retorciéndose ante las inclemencias del clima; a pesar de que sus pencas sean atrapadas en esa máquina de tortura china que son los soplos ciclónicos; a pesar de que a la residente número ciento quince se le haya olvidado subir a su cachorro, a su pequeñísimo chihuahua, que mira al mundo desde su escondite, desde esa esquina de techo que sobresale hacia un lado, como un niño que descubre que está solo en el mundo. Norma durmiendo.
Norma durmiendo y una sigilosa estría nace en el tronco de la palma, nace silenciosa con la promesa de hacerse fractura, con la certeza de hacerse tránsito; y el cachorro decide aventurarse, arriesgarse fuera del perímetro de la casa, y una cansada penca resuelve soltarse, resuelve abandonar la lucha y estira sus brazos y es cercenada de su cuerpo y lanzada quebrantemente contra una ventana de vidrio. Y Norma durmiendo. La palma no sangra, pero el cachorro sí. Sangra en el momento que el cadáver de penca vuela proyectil en su dirección y le azota las patas traseras, y es su pequeño tobillo, si es que los perros tienen tobillo, el que se fractura y no la palma, que ya es elástica, que ya está plagada de sinuosas fisuras. Mil trescientas ráfagas envuelven la urbanización. Mil trescientas ráfagas la levantan sobre sus múltiples lomos y la aíslan y ocurre un silencio. Los párpados de Norma tiemblan. Un movimiento apenas visible. Las pestañas vibran, pantomima de un acto que no rebasa. La mano derecha se mueve un centímetro hacia su derecha, debajo de la almohada. ¿Se despertará? Flexiona su rodilla izquierda, tenue. Su piel se encrespa. El acondicionador de aire susurra. El párpado, las pestañas. Blancas.
Durmiendo aún. Norma durmiendo inmutable frente a la palma que se niega, a la palma que no sufre por sus pencas, que desnuda y lacerada está aún de pie, contemplando la lluvia echa bolines, contemplando el cielo hecho ónice, contemplando la locomoción de nubarrones desertores que se saben culpables. Impávida ante el sonido invisible de la lengua del perro lamiéndose las patitas, ante el ardor que siente, ante el frío que le pica al lado de la herida, encima de la herida, debajo de la herida. Cruel, cruel, y el cachorrito lamiéndose con empeño, empujándose con empeño, exigiéndose llegar hasta el pequeño parque pasivo al que su propietaria prófuga lo llevó una vez, para poder refugiarse debajo del castillo de madera verde, para poder refugiarse sobre la arena tan calientita en su recuerdo.
El movimiento es ahora más fuerte. Pero ocurre alrededor de la cintura. Se separan los muslos y cambian de posición. Las pestañas no se mueven, pero se ejerce una fuerza sobre los párpados. La mano derecha, nada. La rodilla izquierda, elipsis. El acondicionador de aire agoniza. El alumbrado público, afuera, también. Otro movimiento. Más insistente esta vez. ¿Está intentando despertarse? ¿Por qué no lo logra? Su hombro, el área en la que el cuello se hace pecho. Un hilo de aire se rueda entre los labios. Blanco.
Las raíces de la palma muerden la tierra liquidada. Las mil trescientas ráfagas columpian la urbanización desde los cordones de sus zapatos, la lanzan al aire y estiran sus brazos, como para atraparla nuevamente. Pero la dejan caer. Y la urbanización se comienza a deshacer ante la presión del viento, ante la posesiva gravedad, y le da paso a la profecía de la primera estría, que se cumple, y la palma hecha estocada azota contra la pared de la habitación, fuertemente fuerte, y la quiebra. La impávida peña lluviosa penetra por la nueva hendidura. El cachorro aúlla, con su pierna trasera estirada, y tiembla, tiembla hondo. Las ráfagas lo azotan a él también, pero su refugio no permite que lo muevan. Se ha escondido debajo de la casa de juegos de madera que está en el parque. Está solo, totalmente solo, y por el momento no quiere que esto cambie. Siente una intensa necesidad para con su propia sombra, que yace debajo de las pulgadas de agua. Aúlla una vez más, le permite a sus dos oscuridades trazar el rumbo de todas las palmas de la urbanización, escindidas, que se elevan sobre el parque en huraños espirales ascendientes y que comienzan a trazar la lóbrega silueta de un ojo fosco.
Y Norma sigue durmiendo.
Durmiendo sin darse cuenta que su cuarto se inunda, que la urbanización ya no existe, que la palma ya no está, que el cachorro espera la postrera visita del propietario forastero; y su muslo desnudo, sus párpados, su rodilla inmóvil, su hombro, el área en el que el cuello se hace pecho, sus pulmones. Todo estático y todo detenido. Y tan blancamente blancos.
Norma durmiendo.
Norma dormida.
Norma demasiado quieta y el agua, y la palma, y las mil trescientas ráfagas…
[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del II Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]
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