Estamos hablando por internet.
Dice que no, que soy yo el que tengo que contar la historia. Que ella es mi público nocturnos, tecladea, equivocándose en la última ese. Hace notar el gazapo.
Todo esto es parte de una dinámica algo nueva para mí. Así que intento buscar una historia, una anécdota fresca. Entonces, me da algo de miedo de que ya le haya contado todo. No todo de mí, pero todo mi acervo de historias. Esas que acumulo de la radio, o de libros de no-ficción, o biografías, o de documentales que he rescatado como un viejo archivista de provincia, con la idea de practicar más y más el arte de narrar historias a personas. Por un momento se me ocurre pedirle tiempo, tomarme unos minutos para sacar una anécdota propia y darle estructura narrativa. No tengo que hacerlo. La comunicación electrónica nace de la paciencia. Recuerdo un doctor que observé mientras almorzaba ese día. Le escribo.
“Mientras almorzaba frente al Cox, una ensalada deliciosa, con habichuelas (nunca había puesto lechuga con habichuelas), había un doctor al lado mío.”
“Un tipo joven.”
“De esos doctores que cuando los ves te asustas, porque se ven como de tu edad y porque a uno les gusta los doctores viejos, paternales, o maternales.”
“Aja”, escribe ella, y siento que se está desesperando.
“Pues, estaba en el teléfono. Seguía marcando un número y nada. Cuando por fin le responden, habla un rato, pero yo me distraigo y termino no prestándole atención. Pero, cuando sintonizo nuevamente, está diciendo que luego de algunos intentos de revivir a alguien, (no me acuerdo el nombre que dijo) no lo habían podido lograr. Dice que por el "accidente", el paciente tenía las costillas quebradas. Y comenzó a dar detalles.
Ella pone una carita en el chat, de esas que se forman con dos puntos y una ese. Me la imagino tirando el labio para un lado, como hace. Tan bonita.
“Y luego hay un silencio. Y repite, sí, señora, eso, no pudimos revivirlo. En serio, señora, y hay como largos silencios entre los momentos en los que dice eso, y se pone de pie y comienza a caminar como de un lado a otro…”
Ella dice, “Parece una historia de T. Capote”.
“No he leído historias de Capote. Pero el doctor camina hasta que cuelga el teléfono al rato. Y se sienta, y no hace nada. Literalmente, se queda sentado y ya. Yo comí (me tomó como veinte minutos), y el tipo estuvo sentado todo el rato. Mirando la pared, o los zafacones, no sé”.
Ella pregunta, “¿Y le dijiste algo?”
“Nop”, le respondo, “¿Qué le voy a decir? Ese es el tipo de momento en el que quieres añadir algo, decir una de esas cosas como de novela decimonónica, una sentencia fuerte. Pero no te llega nada.”
“Entonces te fuiste y ya”, dice ella.
Y añade: “¡Qué fuerte!”
“Super anticlimático”, digo yo.
“Qué fuerte esa media conversación”, dice ella y la veo diciéndomelo, en su colombiano.
“Pero las cosas son anticlimáticas en la vida real, supongo”, le digo, porque por internet uno puede decir estas cosas sin sentirse como un tonto, o queriendo sentirse como un tonto, sin la necesidad social del bochorno por aquello que suena a refrito.
“¡Concordo! Estoy de acuerdo”, dice, “Voy a tener pesadillas”
“Ay, lo siento, A., nunca te cuento cosas bonitas”.
Se ríe, con jotas, y continúa: “No te preocupes que entre eso y los mil venados muertos al lado del camino voy a tener una producción de sueños fabulosa.”
No sé de qué está hablando, pero me río. Porque así mismo habla ella. Así de articulada. A diferencia de otros. A diferencia de mí.
“¿Venados muertos?” Le pregunto, “¿dónde?”
Acto seguido, ella me cuenta una historia, una historia del viaje que hizo esa semana alrededor de los Estados Unidos, de cómo por las carreteras del nortes hay signos de venados saltando para prevenir a los conductores, de cómo la primera vez que los vio fue en Francia, y se rió, pero en estos días, a diferencia de aquél sojourn francés, fue diferente, trágico, una cadena intermitente de venados muertos, dice, cada equis cantidad de millas, un animal desbocado, un pequeño arroyo, finísimo, en carmesí deslizándose de su boca. Quizás lo adorno ahora. De seguro lo adorno ahora. Pero eso es lo rico de que el fragmento de la conversación que copié, con la intención de ponerlo aquí, se acabe antes de que ella me la cuente. La ausencia de un original permite la tergiversación, la literalización. Pero sigue siendo su historia. O nuestras historias. Cuando ella se desconecta y yo me desconecto, me regreso a mi cama, a dormir, y me siento como el artesano residente, el campesino sedentario del que habla Benjamin (recién releí El narrador, porque ella me instó), que intercambia historias de lo local con el marino mercante, que trae historia del más allá, y que en este caso tiene nombre de mujer y pelo largo, y rizo.
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