martes, noviembre 22, 2011

lo visto, una columna

Esta columna saldrá en la sección Buscapié de El Nuevo Día, mañana (miércoles, 23 de octubre del 2011). La pongo aquí pa' archivarla, y con algunos cambios.




Cada vez más y más vemos menos y menos aquella escena que nos parecía común; aquel viejo momento en el que el agresor arrebataba la cámara con la violencia de una mano, mientras la otra cubría su rostro (la vergüenza de hacerse criminal).  Vimos así, el sábado pasado, en el recinto de Davis de la Universidad de California, al policía levantar el pepper-spray frente a uno de los ojos mecánicos, cual un conejo de un sombrero, y pasar a sofocar a los estudiantes dentro de la borrascocidad amarillenta. Vimos así el video en el internet y nos pareció que el hombre nos mostraba el arma, como sabiendo que lo registraríamos: el policía, la mano alzada, el cilindro rojo. 

Algo le ha pasado a lo visual, algo que le ha restado al testimonio ocular parte de su peso e impacto. “Todo el mundo lo verá” parece ya no significar mucho (“don’t tag me”). Ante la posible presencia de la cámara, el performance de la cotidianidad, de la naturalidad (“Dale a la cámara una sonrisa natural”). Detrás de la actualización del “status”, y la foto que lo acompaña, el gesto sobre-saturado de intención. En el ocaso del reality show y plena época de Facebook, ver no significa adquirir conocimiento, como diría Rey Chow. 

¿Quién recuerda todavía aquellos videos de la redada en la Avenida Universidad? ¿El muslo de aquella muchacha?  ¿Qué de toda aquella rabia de quienes lo hicieron viral? Sí, lo visual choca, pero su producto inmediato es el voyeurismo, el morbo, no la indignación. Enfrentados, en nuestras computadoras, teléfonos, televisiones y revistas, a tantas imágenes que buscan indignarnos, y nosotros mismos productores de tanta imagen que busca respuesta, comenzamos a dejar de ver (quizás sea momento de una fotografía más sugestiva, menos realista). Lo demasiado visible comienza a dar paso a una ceguera 20/20. 

Cada vez nos alejamos más de la imagen que indigna. Y este alejamiento hay que detenerlo. Ver no es suficiente, es sólo el primer paso de una reflexión mucho más extensa. Pero no por esto hay que deshacernos del verbo.

seis a.m

Uno no hace el café, lo pone a hacer. Sea a las seis de la madrugada o no, mañanas como hoy, cuando te levantas más temprano de lo usual porque tienes demasiado que hacer. Dices, “es hora de escribir algo” y entras a esta página, y descubres que el blog igual refleja tu investigación de las pasadas semanas. A veces piensas que a la cita le falta un poco de sangre, de candela. Recuerdas que es un tipo de cuaderno de lectura, un collage. Decides que subirás la columna de mañana esta tarde, por eso de romper la retahíla monótona.

Ayer escuché en la radio una grabación de un terrorista paquistaní intentando obligar, en urdu, a una mujer mexicana que secuestró en un hotel a colaborar con él. La mujer repetía, una y otra vez, "no te entiendo", así, en el español que conocemos. 
El ruido con el que terminaba el clip, un estrépito en seco, ha de quedar anónimo.

sábado, noviembre 19, 2011

hablando d/el silencio, dice blanchot

 Levinas, sentado en el tope del carro, con Blanchot a su derecha. La foto sale en la biografía de Levinas escrita por Salomon Malka.
The unavowable community: does that mean that it does not acknowledge itself or that it is such that no avowal may reveal it, given that each time we have talked about its way of being, one has had the feeling that one grasped only what makes it exist by default? So, would it have been better to have remained silent? Would it be better, without extolling its paradoxical traits, to live it in what makes it contemporary to a past which it has never been possible to live? Wittgenstein’s all too famous and all too often repeated precept, “Whereof one cannot speak, there one must be silent”—given that by enunciating it he has not been able to impose silence on himself—does indicate that in the final analysis one has to talk in order to remain silent. But with what kinds of words? That is one of the question this little book entrusts to other, not that they may answer it, rather that they may choose to carry it with them, and, perhaps, extend it. Thus one will discover that it also carries an exacting political meaning and that it does not permit us to lose interest in the present time which, by opening unknown spaces of freedom, makes us responsible for new relationships, always threatened, always hoped for, between what we call work, oeuvre, and what we call unworking, dèsouevrement.

The Unavowable Community, de Maurice Blanchot

la verdad de una comunidad electiva, dice blanchot


The community of lovers. This romantic title that I have given those pages, in which there is neither a shared relationship nor definite lovers, is it not paradoxical? Certainly. But this paradox confirms perhaps the extravagance of what one seeks to designate by the name community? At the onset there is need to distinguish—with whatever difficulty—between traditional community and elective community. (The first is imposed on us without or having the liberty of choice in the matter: it is de facto sociality, or the glorification of the earth, of blood, or even of race. But what about the other? One calls it elective in the sense that it exists only through a decision that gathers its members around a choice without which it could not have taken place; is that choice free? Or, at least, does that freedom suffice to express, to affirm the sharing that is the truth of this community?) 

The unavowable community,  de Maurice Blanchot

viernes, noviembre 18, 2011

For those who are always already cast as the other, there is nothing ennobling or liberating about the notion of alterity per se or the ethics emanating therefrom. 
Toward an Ethics of Postvisuality, de Rey Chow 

jueves, noviembre 17, 2011

to say something about the ultimate meaning of life, dice doñito Wittgenstein

Ludwig Wittgenstein por Ben Richards
That is to say: I see now that these nonsensical expressions were not nonsensical because I had not yet found the correct expressions, but that their nonsensicality was their very essence. For all I wanted to do with them was just to go beyond the world and that is to say beyond significant language. My whole tendency and I believe the tendency of all men who ever tried to write or to talk Ethics or Religion was to turn against the boundaries of language. This running against the walls of our cage is perfectly, absolutely hopeless. Ethics so far as it springs from the desire to say something about the ultimate meaning of life, the absolute good, the absolute valuable, can be no science. What is says does not add to our knowledge in any sense. But it is a document of a tendency in the human mind which I personally cannot help respecting deeply and I would not for my life ridicule it.
Lecture on Ethics, Ludwig Wittgenstein

viernes, noviembre 11, 2011

only in the face of a "was it you", says butler

Nietzsche did well to understand that I begin my story of myself only in the face of a "you” who asks me to give an account. Only in the face of such a query of attribution from an other—“Was it you?”—do any of us start to narrate ourselves, or find that, for urgent reasons, we must become self-narrating beings. Of course, it is always possible to remain silent in the face of such a question, where the silence articulates a resistence to the question: “you have no right to ask such a question,” or “I will not dignify this allegation with a response,…
Silence in these instances either calls into question the legitimacy of the authority invoked by the question and the questioner or attempts to circumscribe a domain of autonomy that cannot or should not be intruded upon by the questioner. The refusal to narrate remains a relation to narrative and to the scene of address. As a narrative withheld, it either refuses the relation that the inquirer presupposes or changes that relation so that the one queried refuses the one who queries.



[...]

I exist in an important sense for you, and by virtue of you. If I have lost the conditions of address, if I have no “you” to address, then I have lost “myself.”

Giving an account of oneself,  de Judith Butler

lunes, noviembre 07, 2011

sobre la incomodidad del mundo, habla saer.

Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia la fruta es más sabrosa y más real. El sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos.

El entenado, Juan José Saer 

domingo, noviembre 06, 2011

dice cezanne sobre palacio




Palacio: una novela corta de Sergio Gutiérrez Negrón
por Cezanne Cardona Morales

No importa cuales sean los medios o las materias: el barro, la piedra, el carbón, la pintura, el papel, la tinta, el celuloide o la electricidad, el ser humano ha insistido una y otra vez en contar historias. Pasando por las cuevas de Altamira, la biblioteca de Alejandría, las pirámides, las catedrales medievales, la Capilla Sixtina, el papiro, el libro, —el fin del libro— o el Internet, el hombre no sólo ha querido contar historias, sino además no ha cesado en su intención de construir lectores, en buscar lectores para que su historia, cualquiera que sea, permanezca. Son muchas las novelas que han logrado la inmortalidad en este sentido, pero pocas las novelas cortas que, entre sus pocas páginas, han dejado espacio para tematizar el telón mismo, la forma universal en que el humano se cuenta, se ha contado y se podría contar historias.  Una es la ya clásica novela El entenado, del argentino Juan José Saer, y la otra, de reciente publicación, es Palacio (Agentes Catalíticos, 2011), del joven puertorriqueño Sergio Gutiérrez Negrón, y que aquí reseñamos. Si bien en la novela de Saer se cuenta la historia de cómo un invasor, en la época de la conquista, es salvado o raptado por una tribu indígena con el propósito de que éste cuente o repita la historia de la extinción de la tribu, en Palacio asistimos a la historia de un ornitólogo japonés que intenta que sus aves —cotorras y papagayos— repitan o dupliquen la voz de su hija muerta.
Salpicada con intriga, dos narradores, aves, correos electrónicos y piezas de jazz, Palacio cuenta la historia de Frank o Francisco, un joven puertorriqueño y estudiante graduado de literatura en Atlanta que, desde que su esposa Alice se marchó sin razón aparente, se la pasa día y noche leyendo los mensajes electrónicos que ella el envía desde Japón. Alice trabaja para un excéntrico ornitólogo y ex profesor y su trabajo consiste en leer en voz alta los diarios de la hija muerta del ornitólogo a las aves para que estas repitan la voz de su hija. Todas la aves en la casa del ornitólogo son pistacidos, es decir cotorras, papagayos, en fin, aves de diferentes estirpes que imitan la voz humana. Es harto conocido que estas aves son capaces de aprender setecientas palabras y de reconocer nombres. Incluso algunos científicos piensan que pueden alcanzar el vocabulario de un niño de cuatro años. Sea un aviario personal o una biblioteca de aves, es allí donde Alice pasa horas leyendo en voz alta los diarios de Kaede.

Una de las escenas más poderosas de la novela sucede cuando el señor Abe escucha que una de las aves dice “¿Hola papá?, ¿Cómo estás papá?” Por un momento, cuenta Alice, el señor Abe juró que veía a su niña, que la encontró sana y salva, que la abrazó, que la besó, pero que al rato parpadeó y su hija se deshizo. Quedó frente a una habitación desecha con tres aves volando alrededor del cuarto que hablaban con la voz de Kaede, con el inglés hollywoodense de su hija. Cuenta la señora que cuidaba las aves que encontró al señor Abe en el suelo al lado de tres aves muertas que el ornitólogo mató arrepentido de su empresa. ¿Qué diferencia existe entre esta escena y la de un padre que ve todos los días, una y otra vez, el video o las fotos de su hijo ya muerto? Quizás ninguna. Para cualquier padre que ha perdido a su hijo, ver esas fotos o esos videos hasta el cansancio no significa necesariamente un ejercicio fútil de repetición, o de morbosidad, sino todo lo contrario: cada repetición plantea una nueva forma de mirar o de preguntar: qué hice, qué dejé de hacer, qué pude haber hecho, por qué tuvo que suceder. ¿No es esta acaso la razón ulterior de la ficción: vivir vidas que no podríamos vivir? “Leo ficción —dice el escritor Philip Roth—, para liberarme de mi perspectiva sofocante y estrecha de lo que es la vida. Esa es la misma razón de por que escribo.” Palacio es más que una novela sobre un padre que perdió a su hija, o una novela de amor en tiempos de Internet, o la pérdida que se cuenta desde y gracias al desamor. Palacio nos habla de un experimento común a todos: la necesidad que tenemos de construir Palacios, criptas, la perentoriedad de contarnos una historia aunque siempre sea la misma, o de codificar algo que ya sabemos imposible; un lenguaje de lo perdido, de lo que no podemos recuperar. 
La lectura de Palacio recuerda —tanto en tono y tema, así como en fondo y forma—, algunos cuentos de Jorge Luis Borges, entre ellos La Biblioteca de Babel. En este cuento, Borges propone algo que está muy cerca de la lógica de la repetición que nos presenta Palacio: el universo es una gran biblioteca y en esa biblioteca todo ya ha sido dicho: en ella pueden encontrarse todos los lenguajes concebibles e imaginables. En esa biblioteca todo ha sido pronunciado desde la muerte y todo descubrimiento no es otra cosa que una repetición infinita. Lo que nos revela Borges es que el universo es ese lugar donde creemos que descubrimos algo, donde creemos que hallaremos la salvación y solo encontramos soledad, traición y esperanza. Esa es esta quizás la misma pulsión que nos lleva a comprar libros, a coleccionarlos, a leerlos, a prestarlos. Esta es la misma pulsión que tiene el señor Abe, en Palacio, de comprar nuevas aves para crear la biblioteca hablada de su hija: “Yo era un buen padre” le repetía el señor Abe a su esposa una y otra vez cuando desapareció Kaede. “Lo repitió tanto que hubo un ave, una de las pequeñas que mantenía por afición, que aprendió la frase y tomó por chirriarla todas la mañanas: —Yo era un buen padre. Yo era un buen padre…” repite el ave.
A pesar de ser hermana de novelas como No todas las suecas son rubias, de Manuel Abreu Adorno, de Tokio Blues de Haruki Murakami y Llamadas de Amsterdan de Villoro, entre otras, Palacio es una novela que se destaca, entre muchas, porque procura ahondar en el territorio insondable del dolor, en el duelo, o en el lenguaje del duelo (quizás una ética del duelo) sin dejar a un lado las exigencias del género de la novela. Palacio, como muy pocas novelas puertorriqueñas, comparte un aliento temático con los orígenes de la novela —algo que un buen escritor nunca debe olvidar. Las llamadas primeras novelas de la modernidad contienen temas centrales como la aventura, el viaje, la confesión y el amor —y esto incluye al desamor. Pensemos en el Quijote, de Cervantes, en Pamela de Richarson y en Robinson Crusoe de Defoe. Desde la aventura del Quijote cuando recorre los caminos leyendo la realidad con la ilusión de los libros de caballería,  la confesión de un Robinson Crusoe contando las vivencias de lo salvaje en un lugar remoto y desconocido, hasta las cartas de amor o desamor; todo esto lo podemos encontrar de una forma u otra en Palacio. Incluso desde el primer párrafo:
Cerré los ojos frente al azul del monitor y me dejé caer contra el respaldo del sofá. Intenté imaginarme a Alice en una sala al otro lado del mundo, piernas cruzadas, leyendo en voz alta el diario de la hija muerta del ornitólogo japonés que le pagaba cuarto y sustento. Casi podía descifrar las arrugas que nacían del cierre de sus párpados, la costura que se formaba en su frente, la mirada desorbitada tatuada en el rostro, totalmente decidida a la absurda tarea que había emprendido. Lancé un vistazo al pequeño marco de cuero que apretaba una anacrónica instantánea de nuestra boda, hacía cuatro años, y le respondí a su mensaje escribiendo que estaba aquí, que continuara con el relato.
Solo porque ya estamos en medio de una historia —dice Peter Sloterdijk— es que podemos contar nuestra propia historia. Uno de los muchos logros de Palacio es ponernos en evidencia como consumidores de ficción, confesarnos adictos a la mentira, o como dijo Vargas Llosa, descubrir que todos buscamos “la verdad escondida en el  corazón de las mentiras”. Si no es así, ¿por qué Hamlet aparece leyendo un libro después de ver el fantasma de su padre? Como Hamlet, leemos porque somos inconformes, porque sabemos muy en el fondo que la vida no tiene sentido. Leemos ficción para sobrellevar la contradicción de vivir y ver morir. La contradicción de ser testigos de lo que no queremos ser testigos. Leemos ficción por la tragedia de no estar a la altura de nuestras propias tragedias. Y Palacio insiste de forma magistral, como ninguna otra novela puertorriqueña, en mostrar la necesidad que tenemos todos de leer ficciones, de contar historias para contar nuestras ficciones verdaderas. 

este fue el texto que leyó  cezanne cardona para la presentación del libro, en agosto del 2011.