por Cezanne Cardona Morales
No importa cuales sean los medios
o las materias: el barro, la piedra, el carbón, la pintura, el papel, la tinta,
el celuloide o la electricidad, el ser humano ha insistido una y otra vez en
contar historias. Pasando por las cuevas de Altamira, la biblioteca de
Alejandría, las pirámides, las catedrales medievales, la Capilla Sixtina, el
papiro, el libro, —el fin del libro— o el Internet, el hombre no sólo ha
querido contar historias, sino además no ha cesado en su intención de construir
lectores, en buscar lectores para que su historia, cualquiera que sea,
permanezca. Son muchas las novelas que han logrado la inmortalidad en este
sentido, pero pocas las novelas cortas que, entre sus pocas páginas, han dejado
espacio para tematizar el telón mismo, la forma universal en que el humano se
cuenta, se ha contado y se podría contar historias. Una es la ya clásica novela El entenado, del argentino Juan José
Saer, y la otra, de reciente publicación, es Palacio (Agentes Catalíticos, 2011), del joven puertorriqueño Sergio Gutiérrez Negrón, y que aquí
reseñamos. Si bien en la novela de Saer se cuenta la historia de cómo un
invasor, en la época de la conquista, es salvado o raptado por una tribu
indígena con el propósito de que éste cuente o repita la historia de la
extinción de la tribu, en Palacio
asistimos a la historia de un ornitólogo japonés que intenta que sus aves
—cotorras y papagayos— repitan o dupliquen la voz de su hija muerta.
Salpicada con
intriga, dos narradores, aves, correos electrónicos y piezas de jazz, Palacio cuenta la historia de Frank o
Francisco, un joven puertorriqueño y estudiante graduado de literatura en Atlanta
que, desde que su esposa Alice se marchó sin razón aparente, se la pasa día y
noche leyendo los mensajes electrónicos que ella el envía desde Japón. Alice
trabaja para un excéntrico ornitólogo y ex profesor y su trabajo consiste en
leer en voz alta los diarios de la hija muerta del ornitólogo a las aves para
que estas repitan la voz de su hija. Todas la aves en la casa del ornitólogo
son pistacidos, es decir cotorras,
papagayos, en fin, aves de diferentes estirpes que imitan la voz humana. Es
harto conocido que estas aves son capaces de aprender setecientas palabras y de
reconocer nombres. Incluso algunos científicos piensan que pueden alcanzar el
vocabulario de un niño de cuatro años. Sea un aviario personal o una biblioteca
de aves, es allí donde Alice pasa horas leyendo en voz alta los diarios de
Kaede.
Una de las
escenas más poderosas de la novela sucede cuando el señor Abe escucha que una
de las aves dice “¿Hola papá?, ¿Cómo estás papá?” Por un momento, cuenta Alice,
el señor Abe juró que veía a su niña, que la encontró sana y salva, que la
abrazó, que la besó, pero que al rato parpadeó y su hija se deshizo. Quedó
frente a una habitación desecha con tres aves volando alrededor del cuarto que
hablaban con la voz de Kaede, con el inglés hollywoodense de su hija. Cuenta la
señora que cuidaba las aves que encontró al señor Abe en el suelo al lado de
tres aves muertas que el ornitólogo mató arrepentido de su empresa. ¿Qué
diferencia existe entre esta escena y la de un padre que ve todos los días, una
y otra vez, el video o las fotos de su hijo ya muerto? Quizás ninguna. Para cualquier
padre que ha perdido a su hijo, ver esas
fotos o esos videos hasta el
cansancio no significa necesariamente un ejercicio fútil de repetición, o de
morbosidad, sino todo lo contrario: cada repetición plantea una nueva forma de
mirar o de preguntar: qué hice, qué dejé de hacer, qué pude haber hecho, por
qué tuvo que suceder. ¿No es esta acaso la razón ulterior de la ficción: vivir
vidas que no podríamos vivir? “Leo ficción —dice el escritor Philip Roth—, para
liberarme de mi perspectiva sofocante y estrecha de lo que es la vida. Esa es
la misma razón de por que escribo.” Palacio
es más que una novela sobre un padre que perdió a su hija, o una novela de amor
en tiempos de Internet, o la pérdida que se cuenta desde y gracias al desamor. Palacio nos habla de un experimento
común a todos: la necesidad que tenemos de construir Palacios, criptas, la
perentoriedad de contarnos una historia aunque siempre sea la misma, o de
codificar algo que ya sabemos imposible; un lenguaje de lo perdido, de lo que
no podemos recuperar.
La lectura de Palacio recuerda —tanto en tono y tema,
así como en fondo y forma—, algunos cuentos de Jorge Luis Borges, entre ellos La Biblioteca de Babel. En este cuento, Borges
propone algo que está muy cerca de la lógica de la repetición que nos presenta Palacio: el universo es una gran biblioteca
y en esa biblioteca todo ya ha sido dicho: en ella pueden encontrarse todos los
lenguajes concebibles e imaginables. En esa biblioteca todo ha sido pronunciado
desde la muerte y todo descubrimiento no es otra cosa que una repetición
infinita. Lo que nos revela Borges es que el universo es ese lugar donde
creemos que descubrimos algo, donde creemos que hallaremos la salvación y solo
encontramos soledad, traición y esperanza. Esa es esta quizás la misma pulsión
que nos lleva a comprar libros, a coleccionarlos, a leerlos, a prestarlos. Esta
es la misma pulsión que tiene el señor Abe, en Palacio, de comprar nuevas aves para crear la biblioteca hablada de
su hija: “Yo era un buen padre” le repetía el señor Abe a su esposa una y otra
vez cuando desapareció Kaede. “Lo repitió tanto que hubo un ave, una de las
pequeñas que mantenía por afición, que aprendió la frase y tomó por chirriarla
todas la mañanas: —Yo era un buen padre. Yo era un buen padre…” repite el ave.
A pesar de ser
hermana de novelas como No todas las
suecas son rubias, de Manuel Abreu Adorno, de Tokio Blues de Haruki Murakami y Llamadas de Amsterdan de Villoro, entre otras, Palacio es una novela que se destaca, entre muchas, porque procura
ahondar en el territorio insondable del dolor, en el duelo, o en el lenguaje
del duelo (quizás una ética del duelo) sin dejar a un lado las exigencias del
género de la novela. Palacio, como
muy pocas novelas puertorriqueñas, comparte un aliento temático con los
orígenes de la novela —algo que un buen escritor nunca debe olvidar. Las
llamadas primeras novelas de la modernidad contienen temas centrales como la
aventura, el viaje, la confesión y el amor —y esto incluye al desamor. Pensemos
en el Quijote, de Cervantes, en Pamela de Richarson y en Robinson Crusoe de Defoe. Desde la
aventura del Quijote cuando recorre los caminos leyendo la realidad con la
ilusión de los libros de caballería, la
confesión de un Robinson Crusoe
contando las vivencias de lo salvaje en un lugar remoto y desconocido, hasta
las cartas de amor o desamor; todo esto lo podemos encontrar de una forma u
otra en Palacio. Incluso desde el
primer párrafo:
Cerré los ojos frente al azul del monitor y me dejé caer contra el respaldo del sofá. Intenté imaginarme a Alice en una sala al otro lado del mundo, piernas cruzadas, leyendo en voz alta el diario de la hija muerta del ornitólogo japonés que le pagaba cuarto y sustento. Casi podía descifrar las arrugas que nacían del cierre de sus párpados, la costura que se formaba en su frente, la mirada desorbitada tatuada en el rostro, totalmente decidida a la absurda tarea que había emprendido. Lancé un vistazo al pequeño marco de cuero que apretaba una anacrónica instantánea de nuestra boda, hacía cuatro años, y le respondí a su mensaje escribiendo que estaba aquí, que continuara con el relato.
Solo porque ya
estamos en medio de una historia —dice Peter Sloterdijk— es que podemos contar
nuestra propia historia. Uno de los muchos logros de Palacio es ponernos en evidencia como consumidores de ficción,
confesarnos adictos a la mentira, o como dijo Vargas Llosa, descubrir que todos
buscamos “la verdad escondida en el
corazón de las mentiras”. Si no es así, ¿por qué Hamlet aparece leyendo
un libro después de ver el fantasma de su padre? Como Hamlet, leemos porque
somos inconformes, porque sabemos muy en el fondo que la vida no tiene sentido.
Leemos ficción para sobrellevar la contradicción de vivir y ver morir. La
contradicción de ser testigos de lo que no queremos ser testigos. Leemos
ficción por la tragedia de no estar a la altura de nuestras propias tragedias.
Y Palacio insiste de forma magistral,
como ninguna otra novela puertorriqueña, en mostrar la necesidad que tenemos
todos de leer ficciones, de contar historias para contar nuestras ficciones
verdaderas.
este fue el texto que leyó cezanne cardona para la presentación del libro, en agosto del 2011.
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