A lo lejos, a través de la ventana, ves una pareja que conoces, en su motocicleta, detenida en el tráfico de la estrecha carretera. El vehículo es algo delgado, negro, con pequeños detalles rojizos serpenteando por el muffler. Las ruedas parecen caricaturas, como si fueran demasiado grandes. Ambos tienen sus cascos, negros, impenetrables. No los reconoces por la motora, no, ni sabías que tenían una. Los reconoces porque ella viste el abrigo de cuero, adornado con cremalleras en los brazos, y él lleva su hoodie negro. Ambos visten mahones. El tráfico está detenido. Sólo cede algunos centímetros por minuto. Cuando les toca moverse, en vez de acelerar, el conductor de la motora da unos pasos, impulsando la moto hacia adelante. Ella simplemente se balancea.
Parpadeas. Cuando vuelves a mirarlos, ella se ha quitado el casco, revelado el recorte nuevo que le viste la semana pasada—adiós larga cabellera morocha. Recuerdas cómo te sorprendiste cuando descubriste todos los piercings que tenía en su oreja izquierda, pensaste en las libretas que prohibieron en la escuela en tu quinto grado, aquellas con las argollas plateadas que podías desenrollar para hacer ganchos. Raro que no lo habías notado antes, si siempre tenía el pelo recogido en un moño medio alto, medio samurái. Ahora parece otra persona. Completamente distinta. Más brava, más dura. Su novio sigue igual, eso sí. Un poco más barbudo cada vez, un poco más viejo.
El tráfico avanza. Los dos pares de piernas se acomodan en el costado de la moto y aceleran. Ves cómo ella inclina su cabeza cubierta por el caso hacia la espalda del conductor y la recuesta, como si odiase ver el camino inminente, y prefiriese el paisaje colateral. Cuando se deshacen, te quedas con esa imagen en la cabeza, se te queda la suavidad, la normalidad de ese gesto, de ese acomodar la cabeza en silencio, parsimoniosamente.
Un auto ocupa su lugar, un momento después, negro, de cristales blindados.
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