viernes, enero 27, 2012

comforter, un cuentito

Candler Park de mañanitas, otra vez.

H despierta y se endereza, sentándose en su cama. A su alrededor, todo está desperdigado en una serie de nubarrones de distintas variedades circulares y de colores chatos. Entre la espesa nubosidad una forma como de silla derretida, plateada. Inhala profundo y aguantando el pulmón expandido, estira su mano izquierda hacia la mesa de la noche. La palpa, con duda en la punta de sus dedos. Tumba un vaso de agua. Maldice. Retira la mano un segundo, la mueve un poco más hacia la izquierda, vuelve a palpar. Sienta la forma plástica que busca. La toma y la lleva a su rostro. Baja la cabeza, y acomoda los espejuelos de pasta por sobre sus ojos, pero mantiene estos cerrados, por unos segundos más. Lo hace con cuidado. Evitando los golpes. Recuerda lo que sucedió la noche (¿el mes?) anterior. Recuerda el estrépito con el que culminó todo, el azote que hizo que quedara en silencio, la angustia con la que se deslizó entre las sábanas perfectamente cuadradas con el comforter. Abre los ojos pero no ve nada. Los vuelve a cerrar y lleva el brazo izquierdo hacia detrás de su cabeza, en busca del cordón de la cortina, y lo tira, haciendo que todo explosione en una luminosidad obtusa. La habitación está deshecha; testamento de la más indómita y febril desilusión de la que puede sufrir un hombre que acaba de sobrevivir un accidente automovilístico que claudicó la vida de su hermana y su novio.
H no tiene frío, pero teme salirse de entre las sábanas. Lentamente, se quita la mano izquierda del rostro (la misma que tomó los espejuelos, la misma que tumbó el vaso de agua y aún sigue húmeda.) Mira por encima de su hombro por la ventana hacia afuera. Más allá de la escalera que cubre la vista, más allá de la explanada de asfalto que funge de estacionamiento para el complejo, y más allá de la verja, puede ver el parque, aun cubierto por una finísima capa de neblina. Mirándola la pequeña inclinación del terreno, hace descender su mano por entre las colchas, rozando su muslo, hasta que alcanza la rodilla aruñada y la detiene.

Continuar la exploración, lo sabe, significaría dar paso a la certeza de lo perdido. 

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