Hace mucho frío y como no tenía más nada que
hacer, ni ganas de salir a hacer ejercicios para perder las libras adquiridas
tras semanas intensamente familiares, me senté a terminar de leer la novela de
Rafah Acevedo, Flor de Ciruelo y el Viento,
que me trajo mi hermanita cuando vino a visitarme, disfrazada de regalo
sorpresa, a pesar de que yo le había ya hecho el pedido. Pues, sí, después de
un plato de arroz con habichuelas, y un café, y todavía con frío, y la novia
ocupada en sus cuestiones coloniales, la terminé. Quise escribir una reseña,
pero en realidad me parece que la de Rubén Ríos Ávila, “Humor de amor perdido”
le da a los principales clavos y a algunos más. Cuando la cerré me acordé que éste,
en su reseña, recuerda una anécdota de Beatriz Sarlo en la que se contraponen
Borges y Arlt, como una pareja de contrarios (aunque para mí son más como dos
caras de dos pesetas distintas que de casualidad comparten un mismo bolsillo
apretado en un mahón gastado), y recurre a mezclarlas, confundirlas, para así
describir al narrador de la novela. Esta imagen me parece capturar la esencia
del libro, que al fin es un libro de dobles arrebatados (Reloj y Li Yu, el
Emperador Young y el General de los Comedores de Peces, la lectura china y la
lectura tropical y la lectura china tropical, etcétera, etcétera, y etcétera). Digo arrebatados tanto en su sentido diccionarístico (precipitado, impetuoso, inconsiderado, violento, ruborizado), como en su sentido mafutero, porque a veces me reía, o porque a veces detenía la lectura y pronunciaba algo que aparentaba ser chino para descubrirme diciendo coca cola, o mofongo; y porque a veces me encontraba haciendo la lectura exoticista, sintiendo que me leía alguna leyenda china, como salida de Dynasty Warriors, hasta que un footnote me recordaba alguna zanganería que el personaje editor piensa necesaria, o, que, de hecho, es supremamente necesaria. Vale la pena hacer la lectura, tan vertiginosa como la primera de Rafah, Exquisito Cadaver. Entonces, a modo de pasabocas, la cita de Rubén:
El narrador idiota de Acevedo es, siguiendo esta observación de Sarlo, como un Borges que despierta por la mañana convertido en Roberto Arlt, pero que, en vez de preocuparse por su metamorfosis, como la madre, el padre y la hermana de Gregorio Samsa, que no lo dejan tranquilo, se da a la tarea minuciosa de ocupar su nueva identidad, tratando, con los pocos recursos que su recién empobrecido vocabulario le permite, de seguir siendo uno de los escritores más cultos del mundo conocido. En este alucinado cruce de identidades literarias, el narrador erudito ha perdido la capacidad del control analógico y confunde la gimnasia con la magnesia. La escritura ideográfica de los caracteres chinos se convierte para Acevedo en una metáfora, en un espejo donde todo es capaz de reflejarse. Es difícil distinguir dónde empieza la filología y dónde termina la charlatanería en esta sarta interminable de foot notes, de notas literalmente al pie, podría incluso decirse, postradas, ante el poder de la letra.
Acevedo transita la fina y delicada cuerda del humor, sin redes. Para burlarse de la erudición hay que ser erudito. Para no tomarse la literatura en serio hay que haber leído como un demente. Y para escribir sobre la melancolía de la desmemoria hay que tener una memoria de elefante.
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