Por esa epoca, justo en los años 70, abundaban los libros de teoría literaria. Era común enterarse de la existencia de jóvenes escritores que casi no habían leído novelas pero sí una excesiva carga de teoría literaria. Rulfo me dijo alguna vez que echara a la basura todos los libros teóricos, ya que ese material estaba destinado a los autores que carecían de imaginación. “La imaginación resuelve todo y usted la tiene, más de lo que supone”, me dijo. Sin embargo, las recomendaciones de Elizondo eran harto distintas: me decía que el arte es conocimiento, exploración, búsqueda y que siempre había más preguntas que respuestas. El impulso que me daba Rulfo era: “¡cuente!, ¡cuente!, ¡cuente!, ya que sólo así saldrá a la luz todo lo teórico que usted trae dentro”. Mientras, Elizondo, me decía: “¡busque!, ¡busque!, ¡busque!”. Para mí los dos puntos de vista de mis maestros eran importantes y los hice propios: el arte no es una aclaración, sino una preservación del enigma. Cuando llegué a esta verdad me sentía un rey o un perico en alfombra. Me sentía privilegiado al tener dos escritores tan capitales en la literatura castellana como Rulfo y Elizondo: el primero, un clásico el segundo, un vanguardista. Aquello no podía ser poca cosa para mí.
Dijo Daniel Sada, en El escritor lampante, retratando esas dos pulsiones tan clásicas, esas dos vías que dan a lo literario; siempre chocando, la una con la otra. Las largas duraciones de los aciertos románticos, ¿no?
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