Este ensayo fue originalmente publicado en la revista Cruce el mes pasado y es parte de un proyecto que vengo desarrollando en el que intento pensar la literatura, más como persna que escribe novelas que como académico, a partir de un concepto de la humildad que busca ser, de cierto modo, post-estético. Es decir, lo que quiero hacer es rebasar todos esos clichés acerca de la experiencia literaria--tanto como escritor y como lector--que tanto me aburren, especialmente cosas relacionadas a los poetas malditos, a la inspiración, etcétera. El proyecto es un tanteo, y no tanto una estética. Así que de ensayo a ensayo voy y seguiré afinando conceptos e ideas que comencé a exponer acá.
La necesaria severidad de la tierra: especulación y Literatura
Este ensayo es parte de un proyecto en ciernes
titulado "Literatura y humildad"
En la adolescencia leí vorazmente. No
se trató jamás de la lectura inteligente y sopesada del ratón de bibliotecas,
bufa figura del accionar culto. Fue un hacer mucho más relacionado al
atragantamiento burdo del tiburón tigre; un consumo indiscriminado que hizo de
mi librero un órgano dedicado a digerir insalubres restos de animales, llantas,
botas, y tesoros. Mi sustento principal consistió de títulos como "Al
oeste de enero", "Los malditos", "La cadena dorada",
"El señor de las tierras del fuego", y "Cielo de espadas".
Novelitas que, a grandes rasgos, no significan nada, ni tan siquiera para
aquellos que gustan denominarse lectores de ciencia ficción y fantasía. Eran,
en gran parte, novelas de capa, espada y magia, muchas de ellas escritas por un
tal Dave Duncan, un viejo geólogo escocés emigrado a Canadá.
Por extraños azares en mis prácticas
adquisitivas, guiadas en gran parte por las ventas de liquidación, esta
voracidad, como suele suceder, disminuyó eventualmente, pero antes de hacerlo
me depositó a las orillas más conocidas de los grandes nombres, y la canina
literatura que se atesta de seriedad y pedigree.
La universidad, eventualmente, dotó mis lecturas de algo parecido a una forma,
y el viejo geólogo, junto a sus colegas, quedó rezagado a lecturas navideñas,
en las que ponía todo en suspensión, y me lanzaba de lleno.
He vuelto a pensar en el geólogo
escoses últimamente, tras percatarme de la incomodidad que me causan ciertos
discursos grandilocuentes acerca del hacer, el poder, o el lugar de la
literatura en el mundo contemporáneo, con los que por alguna razón me he
tropezado casi semanalmente en el pasado mes. Así, he advertido que, de cierto
modo, la forma que ha tomado la literatura para mí, desde la adolescencia,
tanto en el leer como en el escribir, ha sido marcada por el viejo geólogo
escocés y su mirada especulativa.
Dave Duncan no fue, ni nunca quiso
ser, un gran lector, ni mucho menos un gran escritor—¿seguirá vivo?. En sus
entrevistas, con las cuales di ya muchos años después de mi consumo
indiscriminado, renegaba de leer novelas demasiado largas, o demasiado
inteligentes. Decía no tener tiempo para la literatura, atribuyendo su coartada
al hecho de que fuera, como ya hemos dicho, no un tipo que comenzó en esto de
las letras por las letras en sí, sino un viejo geólogo retirado con
entrenamiento de historiador. Lo suyo, decía, era contar historias y crear
personajes, cierto, pero más que nada, era tallar continentes y esculpir islas
bajo equis condiciones, y, luego,
especular con respecto al tipo de historia geopolítica que podría darse entre
tales cuerpos masivos, y las consecuencias materiales en las vidas de sus
habitantes.
Al leerlas, sus expresiones no me
causaron nada—más allá de cierto repelillo. Pero, hubo algo de su proceso, de
su partir desde la tierra que me llamó la atención, y que me pareció necesario
en tanto ese anclaje en la dura firmeza de la tierra. De modo que con un breve
empuje recurrí a extrapolar, expropiar las ideas del geólogo escocés, extirpar
al Dave Duncan autor—que cómo todos los autores, yace como un peligro
cancerígeno, capaz de, en cualquier momento, hacer metástasis y joder ese corpus literario que nos marca— de la figura del geólogo escocés que produjo
las especulaciones que me abacoraron en la adolescencia. Así, tras la intervención
quirúrgica, quedé con el Duncan que quise, una figura lectoril, un significante evacuado desde el cual pensar un proceder
literario. Culminado este divorcio del chusco amasijo de tejidos y órganos,
proceder como el geólogo escocés
terminó siendo otra cosa, una forma
literaria que llevo pensando por meses y sólo ahora comienzo articular, a
partir de una serie de obras literarias que no son sino la sombra, el negativo
que asedia este ensayo, aunque no aparezcan en él.[1]
Proceder como el geólogo escocés implica, conjugado en presente, una
aproximación especulativa que no puede
partir de otro lugar que no sea la tierra—es decir, cercenar el geos griego, que nombra el suelo, de la logia, para destronar a esta última de
su puesto de ciencia y devolverla a su raíz, legein, mero hablar. De modo que la tierra queda como el mínimo
denominador común desde el que se comienzan a entablar relaciones, a construir
espacios, ideas, e historias que por más voladas, por más elevadas, no
descuidan, como por instinto aviar, la dura roca que calibra la distribución de
los cuerpos.
La tierra, de este modo, como punto
de partida de la especulación tanto lectora, como creadora. La tierra como
único espacio en el que la literatura puede moverse. De hecho, la tierra como
la sustancia constituyente del arte literario y de la que jamás podrá
separarse, en tanto institución sucia, embarrada; en tanto creación que no
podrá jamás salir del lodazal.
Proceder como el geólogo escocés, entonces, implica dar constancia de la
tierra y, de este modo, dar constancia de que la tierra no puede sino ser inmunda—sucia, sin mundo.[2] La
tierra entendida como el espacio en el que toman lugar nuestras constantes
mundializaciones. De modo que una especulación literaria que parte de una
tierra inmunda, sucia, quiéralo o no,
está sentenciada, como Sísifo, a una constante y condenada efectuación de
mundos—¿es la roca de Sísifo el cuerpo de Sísifo?
Es decir, se trata de un proceder humilde, y que desde el humus—tierra, sucio—de esta humildad,
efectúa una especulación mundana e inevitablemente aterrada. Haciendo esto a
través de un arte—la literatura—con más de medio siglo de haber sido humillado,
echado a un lado como uno entre muchos, cómplice de una institución que por
mucho se pensó aérea, y que desde sus alturas lanzó afrentas y sentencias.
Partir desde la tierra y, por ende,
desde la humildad en tanto condición terrenal, implica, hasta cierto punto, la
claudicación de una serie de constelaciones celestes, compuestas por lugares
comunes de la tradición estética y política, y atesoradas por muchos
interesados en ser escritores, en el prócerato, en el reconocimiento, la
visibilidad chata, o el trono letrado del rey filósofo. El proceder humilde,
entonces, tiraría más hacia el archipiélago de obras pequeñas que hacia la
jupiterina gran novela (¿puertorriqueña?
¿latinoamericana?) de estirpe romántica; tiraría más hacia la lectura que hacia
la producción indiscriminada, hacia “la persona que escribe” que a la emulación
anacrónica del Personaje Poeta.
La
obra que especula a partir de la humildad no ya entendida como falsa modestia,
ni como honestidad (no hay más lugar para la honestidad) sino como la necesaria
severidad de la tierra, procede como le da la gana, pero siempre construye sus
mundos críticamente, especulativamente. La obra que especula a partir de la
humildad inevitablemente termina siendo un ensayo sobre un pensamiento, una
experiencia, una pregunta o una preocupación. Una literatura humilde no premia
a los herederos o calcadores del noveau
roman francés porque sí, ni tampoco condena al que procede en modo
realista, siempre y cuando la especulación y la extrapolación (¿expropiación?)
crítica intenten dotar de sentido—pensar—a la inmundicia de la que parten.
El proceder del geólogo escocés es,
de cierto modo, un proceder comprometido. Mas, es un compromiso sin canon
específico, es cualquier compromiso,
siempre y cuando no olvide las circunstancias materiales de la existencia. No
se trata, de hecho, de un llamado al realismo soviético, ni a ningún tipo,
género, o estilo específico, sino un compromiso, ya redundo, a la especulación,
y a la comprensión de las circunstancias sociopolíticas que han hecho de esta
isla lo que es, que han hecho de la literatura lo que es.
Proceder desde la humildad es entender que la literatura
crea mundos, lo quiera o no, que han de enfrentar la necesaria severidad de la
tierra. Por eso me parece que la “honestidad”, que ha proliferado a partir de
finales de los ochentas como el modus
operandi de cierta literatura latinoamericana y estadounidense
(¿neoliberal?), nunca ha de ser suficiente, precisamente porque la honestidad
siempre parte de la unicidad del mundo. La honestidad parte del honor, de la
posición elegante, casta, y virginal de la verdad monárquica. Es decir, parte
de las presuposiciones de mundos anquilosados, de imágenes fosilizadas que a
fuerza de repetición han querido dar la sensación de verdades, de superficies
constitutivas e impensadas.
Quizás para ir cerrando esta
especulación podríamos intentar pensar el proceder como el geólogo escocés como
una postura de retaguardia. Al respecto de tal posicionamiento, podemos
extrapolar las palabras de Juan Duchesne Winter, cuando dice que la retaguardia
ha sido a menudo subestimada—ante la visibilidad vanguardista—, puesto que ha
proliferado una suposición de que le resta de heroísmo, de drama—quizás para bien,
en mi opinión—. Sin embargo, dice Duchesne Winter, se puede argumentar que la
retaguardia es el corazón de la resistencia. Que es un espacio de autonomía
relativa desde donde un nuevo sentido de comunidad puede surgir. La retaguardia
es capaz de ofrecer refugio de la exposición a la violencia traumática, de
ofrecer un lugar para la convalecencia y la creatividad.
En términos literarios, sigue el
crítico, la retaguardia presta atención a los rumores de la resistencia, los
interpreta, los traduce, entretiene diálogos, cuida, y construye un legado.
Quizás sea cierto que la retaguardia no conduce la lucha, no señala el camino,
pero me parece que ya es hora de que la literatura acepte que ese ya no es ese
su lugar, que su accionar pertenece a otro registro, a otro dominio, y a otro
tiempo, no menos activo, no menos militante que antes, pero sí distinto. A la literatura le queda sólo extrapolar, sólo
asirse al hecho de que ya no sea lo que pensó ser alguna vez—importante—, y
precisamente desde la constancia de su poca importancia, desde la humildad de
su fuera-de-lugar, lanzarse a la más libre y la más crítica de las
especulaciones.
[1] Tal vez valga la pena enumerar algunas de las obras sobre las
cuales indirectamente cursa este ensayo: La
mujer en las dunas, The Remains of the Day, Exquisito cadáver, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe,
Respiración artificial, Otra vez me alejo, Decirla en pedacitos, The Life of
Michael K., Audioeuforias, Heart of a Dog, Una soledad demasiado ruidosa, Sobre
mi cadáver, Winter Journal, Train Dreams, y la trilogía haitiana de Amour, Colère y Folie.
[2] La idea de la inmundicia supongo que es de Derrida o alguien por el
estilo, pero la malinterpreté por primera vez en la conferencia magistral que
dio Mara Negrón el 5 de noviembre del 2011 en la conferencia “Comparative
Caribbeans” que tomó lugar en Atlanta, Georgia. Su trabajo se tituló “Why Do Some Love Islands? Why Don’t Others?”
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