Me deposité en una mecedora de lona, mientras cerraba la noche. Una luna pequeña como una herida naufragaba en el fondo de la jabonadura trashumante de nubes transparentes y leves. Entre las ramas altas de los cedros se colgaba un lucero. El piar de los pájaros fue apagándose poco a poco, cesaron sus persecuciones. Ahora se hallarían en sus nidos, por parejas domésticas.
Era la situación perfecta para que un poeta decidiera inspirarse y componer versos. Ahí estaban todos los ingredientes de la creación artística: la soledad, la noche, su perfume, la luna, las nubes, los árboles, el silencio. Con menos que eso, en otros tiempos, yo era capaz de hacer versos. A veces pienso que me compadezco demasiado. Otras, comprendo, a mi pesar, que he pasado una buena parte de mi vina en disponer el escenario perfecto para que ocurra un drama que carece, en fin de cuentas, de personajes. Exactamente como una señora que eligiera con estricto cuidado el sanatorio insuperable para dar a luz, el mejor médico, la cama más adecuada; y que cumplidos los nueve meses de su esperanza previsora, descubriera que aquello que abultaba sus ropas no era más que un cochino tumor.
De pronto, un aletear sordo y un graznido desagradable me sacaron de mis meditaciones. Era una lechuza. Volaba sola, como extraviada, de un árbol a otro. Buscaría destruir a otros pájaros, indefensos, felices, domésticos.
Y sin embargo, la noche también existía para la lechuza.
Era la situación perfecta para que un poeta decidiera inspirarse y componer versos. Ahí estaban todos los ingredientes de la creación artística: la soledad, la noche, su perfume, la luna, las nubes, los árboles, el silencio. Con menos que eso, en otros tiempos, yo era capaz de hacer versos. A veces pienso que me compadezco demasiado. Otras, comprendo, a mi pesar, que he pasado una buena parte de mi vina en disponer el escenario perfecto para que ocurra un drama que carece, en fin de cuentas, de personajes. Exactamente como una señora que eligiera con estricto cuidado el sanatorio insuperable para dar a luz, el mejor médico, la cama más adecuada; y que cumplidos los nueve meses de su esperanza previsora, descubriera que aquello que abultaba sus ropas no era más que un cochino tumor.
De pronto, un aletear sordo y un graznido desagradable me sacaron de mis meditaciones. Era una lechuza. Volaba sola, como extraviada, de un árbol a otro. Buscaría destruir a otros pájaros, indefensos, felices, domésticos.
Y sin embargo, la noche también existía para la lechuza.
Salvador Novo. Jueves, 27 de agosto del 1944, en La vida en México en el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho.
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