miércoles, febrero 26, 2014

¡conspiración!, una columna

Esta columna fue publicada en el miércoles, 26 de febrero del 2014 en El nuevo día.
La foto salió de internet, no tengo idea de quién es.
¡Conspiración!

Las situaciones de Venezuela y Ucrania han poblado las redes, otra vez, con teorías de conspiración. Desde distintos extremos del espectro político y con distintas comprensiones de a quién se refieren cuando hablan del imperio o del fascismo, ambas crisis políticas han sido interpretadas como secuelas tanto del intruso imperialista como del totalitario. 

La pulsión conspiratoria en las redes no es nueva, por supuesto. Parecería que la era de la información está caracterizada por la muy acertada impresión de que las cosas no son lo que parecen, y que siempre queda más información por procesar sobre (¿bajo?) la mesa. La experiencia contemporánea comienza a hacerse indistinguible de la experiencia conspiratoria, esa otra hija apócrifa de la Ilustración.

A pesar de la incómoda mueca de quien escucha al vecino auspiciar alguna opinión desgreñada, hay que valorar lo conspiratorio. Aun en su paranoia, el pensamiento conspiratorio está espoleado por la necesidad de conocer y descubrir una verdad que, se sospecha, ha sido ocultada. Con los años, la historia ha venido a darle la razón a aquellos paranoicos que, durante aquella larga Guerra Fría, insistieron en que el poder se movía por avenidas veladas, que los medios se atenían a una conveniente mordaza.

En el caso de Venezuela, las miradas conspiratorias reducen la crisis actual a la intromisión estadounidense, a la mano invisible de ese “buen vecino” que lleva décadas tomando los limones de los patios colindantes. No me extrañaría que estén en lo correcto, especialmente cuando consideramos que la derecha venezolana tiene un largo historial de preocuparse sólo por el bienestar de sus patios, a la vez que regala los ajenos. Pero, a pesar del beneficio de la duda sistemática que ofrece el pensamiento conspiratorio, su gran falta se halla en su excesiva racionalidad, en su tendencia en ver al enemigo como un agente omnipresente, libre del peso de mecanismos históricos. 

El pecado del pensamiento conspiratorio se halla en su insistencia en explicarlo todo, en esa gran simplificación que borra toda ambigüedad y matiz. Que reduce y elimina el centenar de voluntades que conforman una multitud sólo para constatar la capacidad perseverante de un único genio malvado, padre de las crisis por doquier.

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