Esta columna salió publicada en el miércoles, 23 de julio del 2014 en El Nuevo Día.
Foto de Phil Coomes, de la BBC |
No fue hasta el día antes de que apareciera la bandera que el gobierno central confirmó que, de hecho, algo había sucedido en el reactor. Sin embargo, cuenta Svetlana Alexievich, en vez de evacuar la población en esa primera época en la que se ignoraba adrede el tamaño de lo sucedido, algún burócrata dio la orden de colocar la gaya para así evitar el pesimismo o la desmoralización. Sí, la insignia nacional publicitaría la resistencia y la perseverancia del espíritu ante la adversidad.
Al mes, la radiación había carcomido la bandera. El burócrata, nuevamente preocupado por el orgullo nacional y los corazones del pueblo, mandó a colocar otra. Y, al mes, otra. Y al mes, otra. Todo por el pueblo, insistiría el hombre.
Claro, para el burócrata, el pueblo se hallaba en los ojos que velasen, desde alguna ventana aún no evacuada, la bandera, y no tanto en los soldados enviados, mes tras mes, a cambiarla. No tanto en los soldados que, mes tras mes se hacían un poco menos humanos y un poquito más material radiactivo. La bandera debía permanecer allí.
En la historia oral de Alexievich, algún soldado afectado comenta que, aunque le escondieron que el reactor era peligroso cuando subió a colocar la bandera, pensándolo bien, después de tantos años, lo volvería a hacer otra vez.
Leyéndolo, supongo que a eso es que llaman patriotismo. A esa posibilidad de perdonar a quienes hacen de uno, de vez en cuando y sin decirnos, herramienta. A esa necesidad de apelar al espíritu por sobre lo duro de nuestras carnes.
Al día de hoy, no creo que yo lo entienda.
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