miércoles, mayo 27, 2015

bipartidismo, una columna

Imagen de Kike Estrada.
El horizonte que ofrece el bipartidismo, como bien sabemos en esta isla, es uno caracterizado por la supuesta inexistencia de otro tipo de política. El bipartidismo dice que solo hay una medida posible, y propone dos modos para administrarla.

Se trata de un sistema y una visión de mundo sardónicos, que gira en torno a la producción y la aceptación de lo contingente como lo necesario. Es decir, el bipartidista parte de la creencia profunda de que no hay hoy ni habrá mañana otra opción. Así, impone y fija límites indudablemente arbitrarios al horizonte de su imaginación política, a través de lo cual incluye y excluye otro tipo de posibilidades, opiniones y acciones políticas. Lo raro o conveniente de la movida bipartidista es que termina naturalizando la falta de horizontes de la que parte, que propone, y que le permite operar como lo hace.

El domingo en España, Ada Colau y Manuela Carmena alcanzaron el éxito en las urnas electorales, y con él las alcaldías de Barcelona y Madrid, respectivamente, rompiendo con un cerco bipartidista. Las candidaturas de Colau y Carmena son interesantes para la situación puertorriqueña de hoy porque se articularon en torno a críticas incisivas a la austeridad como pauta neoliberal, ya sea entendida como abstracción ideológica o como práctica dura y material (que toma la forma de los desahucios y desalojos, corrupción financiera, ataque al proceso democrático, etcétera). Pero también son interesantes porque Colau y Carmena implican una crítica paralela al bipartidismo como maquinaria y como política. Porque parten de la premisa de que el bipartidismo no es nada más ni nada menos que pobreza de imaginación.
Esa parece ser la lección práctica de cierta política periférica europea reciente: aceptar la pobreza del bipartidismo no es una conclusión, sino el primer paso para la expansión de los horizontes del debate y lo común, de la devolución a lo público de esa tarea central a la política que es la imaginación.

sábado, mayo 16, 2015

alta cultura, cultura de masas, y desembuchar un rifle en un concierto como metáfora para hablar de literatura y política

lecturas sueltas de esta semana

1. El estado de la cultura 10.Ignacio Sánchez Prado, en HORIZONTAL.

La revista Horizontal, de México, lleva un tiempo publicando una serie de “entrevistas” (o de cuestionarios), a una variedad de críticos de la cultura. El número diez le tocó al crítico mexicano Ignacio Sánchez Prado, quien no sólo es un lector increíble sino también un amigo. Sus respuestas todas anuncian el tipo de trabajo crítico e intelectual que lleva a cabo—un enfoque a lo institucional en el arte, sea cual sea, y a la lectura cuidadosa de obras y contextos, etcétera. Entre sus respuestas, la más que me gustó, y que me parece apta, es la que le da a la pregunta de “¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre ‘alta cultura’ y ‘cultura de masas’? ¿Por qué?”. Esta pregunta normalmente es despachada de un manotazo fundado en un populismo que se canta democrático y que aplana tales distinciones de un modo que mucho tiene de político, pero muy poco de descripción real de las prácticas y objetos culturales. Nacho, por el otro lado, la responde de otro modo: la distinción entre “alta cultura” y “cultura de masas’, dice,
Tiene sentido en la medida en que la distinción refiere  a medios distintos y a prácticas sociales distintas. Pero no la tiene como criterio de valor, porque no hay relación necesaria entre un género o medio específico y el valor o densidad estéticos. Si se hace un mapa al vuelo de la cultura norteamericana actual y sus producciones más valiosas, uno puede por supuesto citar literatura experimental (como la novelística de Tom McCarthy o la poesía de Charles Bernstein), pero también importan libros de circulación masiva, como Gone Girl, que es una gran novela sobre la crisis económica de 2008 y que fue llevada por David Fincher al cine.
Aunque parecería ser un gesto sencillo, el constatar la diferenciación en tanto prácticas e instituciones entre distintos modos de cultura, hace posible un estudio de objetos culturales “populares” que no cae en el populismo, o en la batata moralista de la lectura recia de los peores tipos de cultural studies (representations of x and y in w and z). Creo que el mejor ejemplo de esto lo lleva a cabo en su libro Screening Neoliberalism, que estudia el desarrollo de la comedia romántica en México institucional y artísticamente. Lo chévere de las lecturas de Nacho, es que tienen sentido tanto para críticos como para creadores. Es decir, leyendo crítica literaria (que es la que me interesa normalmente) muchas veces me encuentro con argumentos que, en tanto académico, me hacen sentido; pero en tanto creador, me hacen pensar que el crítico en cuestión no entiende la literatura en tanto práctica o institución artística inserta en tradiciones, redes sociales, etcétera. Acá Nacho explica más abstractamente su comentario en torno a “alta cultura” y “cultura de masas”:
Dicho esto, me parece esencial observar que, si se toma en serio la idea de que tanto la “alta cultura” como la “cultura de masas” producen registros estéticos importantes, hay dos consecuencias inescapables. La primera es que, como críticos de la cultura, tenemos la obligación de entenderlas todas y no operar desde descalificaciones a priori de prácticas completas (como sucede con frecuencia con el “arte contemporáneo”). Todas las prácticas y medios tienen practicantes brillantes y mediocres, pero juzgar la práctica entera basados en lo mediocre es equivocado e, incluso, deshonesto. Si yo dijera que la poesía mexicana debe tirarse a la basura toda porque la mayoría de sus poemarios son malos, narcisistas, aburridos o lo que sea, se pegaría un grito en el cielo. Pero hay gente muy cómoda diciendo que el arte contemporáneo no sirve porque hay artistas que hacen bobadas en museos. El crítico serio de la producción actual no puede darse el lujo de ser prejuiciado.


La segunda consecuencia, difícil de aceptar para muchos, es que nadie puede llamarse a sí mismo una persona culta si solo conoce la alta cultura. El ser “culto” en nuestros días es más difícil que antes porque hay muchos más géneros que atender (muchos de ellos en la cultura de masas) y una persona que no ve televisión o que no conoce la música pop no es más culta que una persona que no lee literatura o que no le gusta la ópera. Yo creo que a aquellos que tenemos el privilegio (porque ser culto es un privilegio de clase en una sociedad tremendamente desigual de la que nos beneficiamos nos guste o no) de acceder a la cultura tenemos la obligación de conocerla tout court, sin la coartada de nuestros prejuicios o sensibilidades. Si algo nos enseñaron los estudios culturales, tan denostados en nuestro país por lo mal entendidos y estudiados que han sido en el medio literario, es precisamente que el culturalismo no es un relativismo. Más bien, tenemos que conocer todo lo que se produce para de ahí poder valorar.

2.The Gunshot Concert, por David Marcus, en DISSENT.

En este breve ensayo que sirvió de introducción a un número de DISSENT sobre literatura y política, David Marcus lleva a cabo un esbozo rápido de la relación entre literatura y política. Comienza, por eso del gancho, llevándonos al París del 1935, en el que, ante la amenaza presentada por la ascendencia NAZI, se celebró el Primer Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura. El congreso atrajo a un ramillete de más de doscientos y pico de escritores de casi treinta y tantos países a la sala de la Maison de la Mutualité a disertar en torno a asuntos como “el rol del autor en la sociedad”. Ellos también buscaban, a grandes rasgos, pensar la relación entre literatura y política. Imagino que el congreso fue sendo party de sentencias y grandes palabrotas, asistido por Anna Seghers, Bretcht, Robert Musil, E.M Forster, Victor Serge, Breton y Eluard, los surrealistas, etcétera. Según Marcus, el asunto “lasted five days and its speeches tallied to several hundred pages. Its aim was to turn the cultural philistinism of the Second International on its head—to demonstrate how literature and politics were entwined—and it concluded with Gide’s spirited call to arms: his demand for a new littérature engagée to seed a world revolution”.

En el congreso, se tocaron muchos de los puntos inevitables en tal discusión, y muchas de las respuestas que escuchamos aun hoy en día. Gidé y muchos escritores del congreso, nos dice el autor, coincidieron en que la novela debía ser el sitio de la crítica social—“a kind of hybrid of Marcist political economy and Victorian social realism that we often now call the ‘social novel’ (or sometimes the ‘naturalist novel’)”. Mientras, los surrealistas insistieron que lo radical de la literautra se hallaba en lo cortante de una expresión que revelaba lo absurdo de la vida cotidiana, y no tanto en su capacidad de representación. A estos dos, Marcus le añade la novela política a la Malraux o Hemingway, una novela política que no estaba comprometida con una ideología en particular, pero que narraba el camino hacia una: “they documented the drama and traumas of radicalization: the heated escitement and numerous dissapointments of political action”.

Marcus continúa diciendo que si hay mucha literatura a la Gidé y a la los surrealistas, no hay tantas al estilo de Malraux y Hemingway. Habla, por supuesto, de la literatura estadounidense, de la cual dice: “With rare exceptions, contemporary American literatura has limited itself to sociological inquiry or formalist experiment instead of mining the murky depths of political commitment”. Esto quizás sea el resultado de los fracasos que nos legaron Dos Passos, Mary McCarthy, Saul Bellow y Ralph Ellison. Tras los fracasos de la posguerra, “the novel was now an atlas of self-doubt and abnegation. Rather than narratives of radicalization, we now had dramas of disillusionment: declarations of political independence. As Lionel Trilling put it in his own novel of midcentury disillusion, life in America was “no longer a matter of politics.”” Ante este panorama, Marcus presenta una serie de preguntas que no busca responder él, pero se las deja a los autores que participan en el número—hace unas semanas comenté uno de estos, el ensayo de Niki Saval sobre la novela de la oficina estadounidense. El número entero es buenísimo.



domingo, mayo 03, 2015

descender a la violencia, angeline y la música de la montaña, hostos y los vaqueros, Bruno Soreno y la pragmática del mal, la religión de marylinne robinson, y la oficina de bartleby

Lecturas sueltas de esta semana

1. Descending into Violence: Keywords for the Age of Austerity 18, KEYWORDS FOR THE AGE OF AUSTERITY, por John Patrick Leary

A través de su página, John Patrick Leary lleva un tiempo recopilando conceptos claves que han venido a formar el tejido ideológico de nuestra época. Muchos de estos son conceptos “inocentes”, que vienen desde el mundo de los negocios, y que se han anclado en el registro político del presente. Como dijo en su introducción, en el primer concepto hace un tiempo, se trata de un “vocabulary of inequality”. En el más reciente, aunque no es tanto un concepto del mundo de la economía, y motivado por los recientes eventos en Baltimore, Leary escribe sobre “el descenso a la violencia” como concepto para describir las protestas, manifestaciones, y motines recientes alrededor del mundo. Lo interesante de su arqueología es que se trata de una frase o concepto que se popularizó en los 1990s, pero que, en inglés, apareció en los periódicos alrededor de la década anterior, los 1980s. El concepto normalmente se utiliza para clasificar las protestas y manifestaciones en “buenas” y “malas”, atándolas a unos “good 60s” y unos “bad 60s”. Va de la mano con la sanitación del mito de Martin Luther King Jr. y la presentación del movimiento de los derechos civiles en este país como uno “respetuoso”, en el que el “nonviolent direct action” de King se presenta como “peaceful protest”. Como dice Leary, el movimiento de King no era pacífico ni era peaceful protest, “if by ‘peace’ we mean the public order and complacency that direct action is determined to upset”.

Aunque parecería que este siempre ha sido el caso, Leary señala como la cobertura mediática de las manifestaciones y las protestas de los 1960s, aunque sí estaban plagadas por la amenaza y el peligro de la violencia, la violencia no surgía como una perversión de la manifestación o la protesta, sino como “the expected order of militant protests, rather than a deviation from a respectable norm”. Leary lo muestra con cortes de periódicos de las supuestas “protestas pacíficas” de King. En otras palabras, que las protestas militantes se hicieran violenta o destructivas, se comprendía como parte del protestar. Esto no quiere decir que se aceptaba y aplaudía, sino que una protesta se tornase violenta o destructiva no hacía que se le desvirtuara en tanto protesta. Un cambio sutil, pero importante. ““Descending into violence” thus rests on two words that cry out for explanation: what is “violence,” and if we’re descending into it, what are we descending from?” 

2. Angeline the Baker, en REMEMBERING THE OLD SONGS (Inside Bluegrass), por Lyle Lofgen.

Ayer sábado estuve en la plaza del pueblo donde vivo ahora mismo (Oxford, OH), en el Farmer’s market, primero, y, luego, escuchando una bandita de bluegrass, o, como le llamaron ellos, “mountain music”. Todas las canciones son canciones viejas, “folclóricas”, de los Apalaches, y las comenzaban con un breve relato, y más o menos una historia de quién la recopiló, etcétera. Esta me dio curiosidad, la googlié, y me senté a leerla. Como dijeron los músicos, la canción la popularizó (o publicó) Stephen Foster, quien aparentemente vivió en Cincinatti, acá cerca, hacia el final de su vida. Foster fue, según Lofgren en este artículo, uno de los primeros compositores de música pop. Esta canción en particular la publicó en 1850, y lo que me pareció interesante, que contaron los músicos, fue que originalmente la Angelina Baker de la canción de Foster era parte de su nostalgia del antebellum, “even while the south still used slavery”. Como escribe Lofgren, “He cranked out lots of songs about de good ol’ days on de ol’ plantation”. Por lo tanto, la primera versión, Angelina Baker era una canción de amor minstrel, en “pseudo-negro dialect” que trataba del mal de amor de un esclavo enamorado. Esta versión, sin embargo, que no fue la que cantaron, se deshizo en el proceso de pasar de boca a boca hasta que terminó como “Angeline the Baker”, una versión de Uncle Eck Dunford (1878-1953), en la que desaparecieron las referencias a la esclavitud, y Angelina se hizo Angeline, no ya apellidada Baker, sino ahora una “baker”, en tanto oficio. El mal de amores sigue ahí, ya no tanto la explotación.

Otro dato interesante que no sabía porque no sé nada del bluegrass, es que: “The birth of national interest in mountain music is usually dated to the 1927 Bristol (Tennessee) Victor recording sessions by Ralph Peer, resulting in such phenomena as Jimmie Rodgers and The Carter Family. Less well known is that Ernest Stoneman of Galax was Peer's local talent scout. Stoneman's own recordings became very popular, but the other musicians he brought in are as interesting as the ones who became stars. Uncle Eck recorded at the second Bristol session, in October, 1928. His name wasn't a sobriquet like "Uncle Dave Macon." He was literally Uncle Eck, having married an aunt of Ernest's wife Hattie.”

3. Hostos y el Far West, en 80 GRADOS, por José Anazagasty Rodríguez.

Un ensayo bastante chévere por lo que tiene de curiosidad histórica. Desde que leí, hace algunos años, Train dreams (2012) de Denis Johnson, que se lee como una oda gótica a la cultura desaparecida del oeste, y, luego, Butcher’s Crossing (1960) de John Williams, he estado atraído a la cuestión del Lejano Oeste, especialmente considerando que mi tesis doctoral terminó siendo de la segunda mitad del siglo XIX. En este ensayo, todo esto choca brevemente con Hostos, y sus ideas evolucionistas de progreso. Lo curioso es que, por un lado, dice el autor, Hostos no objetaba que se civilizara a los nativoamericanos, ni que los fuertes vencieran a los débiles, sino que los fuertes vencieron a las razas inferiores siguiendo “la conducta ignominiosa de los bnadoleros de mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios en cada arribo a territorio de salvajes”. Estados Unidos, decía Hostos en un ánimo arielista y enfocado en la cuestión moral, no siguió el orden natural, sino que toda la colonización del Lejano Oeste fue producto del egoísmo estadounidense. “Para serees de razón”, dijo Hostos, “civilizar no es desolar; civilizar no sustituir la población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella. Civilizar es proceder con alta razón, con entera y benévola conciencia…”. Habría sido interesante poner a Hostos a conversar con los argentinos de fin de siglo, a ver qué tal le iba. Como dice el autor, Hostos utilizó el Far West para diferenciar entre progreso material y progreso moral.

4. Puerto Crítico con Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno), en PUERTO CRÍTICO, por Juan Carlos Rivera Ramos y Miguel Rodríguez Casellas.


En el pasado año y pico, el mundo cultural puertorriqueño se ha enriquecido con la aparición de Puerto Crítico de Juan Carlos Rivera Ramos y Miguel Rodríguez Casellas, y Utopística de la Universidad del Este y Manuel Almeida. En este episodio del primero, entrevistan a Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno), en torno a su último libro, Bar Schopenhauer. La verdad es que apenas hablan del libro, sino que hablan de varias otras cuestiones interesantes: la relación entre literatura y filosofía, política, etcétera. Aunque sólo he escuchado como la mitad de todos los números que han sacado (y ya van casi por cien, creo), este ha sido el mejor episodio relacionado a la literatura y lo literario. Hablan de muchísimas cosas, pero hay varios planteamientos interesantes, como el que Juan Carlos Quiñones hace con respecto a que quizás puede sólo escribirse desde la ciudad, sea cual sea el tema final de la obra—la ciudad como condición de posibilidad de la literatura, creo que dice.

También Juan Carlos habla de su interés por la zona sucia de la ciudad, la zona destruida, y allí de la relación entre literatura y filosofía. En este interés, Quiñones me recuerda mucho al mexicano Guillermo Fadanelli, que justo recién sacó una novela el año pasado titulado El hombre que nació en Danzig, que se ocupa de Schopenhauer, la ciudad, y el basquetbolista Magic Johnson, entre otros. En cuestiones más locales, y quizás sólo en cuestiones de “ars poetica” sería interesante comparar las ideas (si no la obra) de Quiñones con la de Eduardo Lalo y la aún-presente Mara Negrón. Los tres, de modos distintos, intentan pensar la relación entre literatura, filosofía y la ciudad, desde diferentes coordenadas. Uno podría decir que la diferencia entre Lalo/Mara Negrón (en Cártago) sería que donde los primeros son hieráticos, Quiñones es un poquito más gozante. Hablando de otro tema, en la entrevista, Quiñones mismo aborda esto.

Otros temas interesantes que se tocan es la idea de la política puertorriqueña actual como “pragmática del mal”; un tipo de gestión inmoral o administración colonial canalla. Eso bien puede pensarse de la mano con la política neoliberal como pragmática, como una maquinaria que en sus mejores malvados momentos de crisis no se ciñe a ideologías, sino a lo que le es útil y le garantiza su supervivencia—recordemos brevemente el año keynesianista 2008-2009 que antecedió a la orgía de la austeridad.

También notable es cómo Quiñones se escabulle de lo que Rodríguez Casellas reconoce como su propio tremendismo trágico en su account del momento político puertorriqueño; y, por otro lado, el despliegue de historia literaria reciente que hace Quiñones en su contextualización de la obra de Eduardo Lalo y la literatura puertorriqueña de los pasados veinte años, lo cual le permite evitar la sentencia y el sound clip y realmente ofrecer un insight que a veces desaparece en la historia personalista del presente cultural.


5. Marylinne Robinson’s Lila: an exquisite novel of spiritual redemption and love, en THE WASHINGTON POST, por Ron Charles.

He estado leyendo a Robinson desde finales del año pasado, especialmente sus últimas tres novelas, que son tres reflexiones sobre la religión y la redención. Justo esta semana terminé la última, y estaba leyendo reseñas y artículos críticos como para localizar mis ideas. Lo raro de Robinson es que es una autora muy religiosa, que escribe novelas muy religiosas, pero sumamente duras. Quiero escribir un ensayo más extensos sobre ellas. Creo que lo increíble de GileadHome, y Lila, las tres novelas de Robinson que ocurren en un pueblo rural de Iowa, es que precisamente que Robinson participa de un cristianismo “ilustrado” en una época caracterizada por el cinismo, el fanatismo, y la ironía. Por esto, su visión teológica del mundo se entiende a sí misma como una ideología entre muchas. Si escribo el futuro ensayo, que se trataría más que nada sobre el regionalismo mexicano-estadounidense-canadiense post-1994, la tesis sería que en una serie de autores contemporáneos (Robinson, Daniel Sada, Train Dreams de Dennis Johnson) se podría argumentar que, en ellas, todo el mundo es región, y toda ideología, religión.

6. BARTLEBYS ALL!, en DISSENT, por Nikil Saval 

Este ensayo contextualiza y analiza las representaciones de la oficina en la literatura estadounidense del siglo XX-XXI. Obviamente, comienza con Bartleby. Para Saval, en Bartleby se encuentran todos los tropos (sobre la enajenación del hombre moderno) que se seguirán explorando a través del siglo, hasta llegar a hoy en día. Pasé los pasados dos años investigando la historia de la idea del trabajo en México, y también escribiendo una novela, que justo estoy a punto de terminar, sobre (uno de los) trabajos part-times (que tuve por mucho tiempo), de modo que el tema de este ensayo me toca la llaga. En breve, la tesis de Saval es simple, pero, quizás por eso, no tan obvia: la literatura del trabajo, en este caso del trabajo clerical de la oficina, no se ocupa del trabajo per se, sino de las emociones y la política social en el trabajo: “Office fiction is deliberately and narrowly construed as being about manners, sociability, gossip, the micro-struggles for rank and status—in other words, “office politics”—rather than about the work that is done in offices.” 

Me pregunto si lo opuesto es posible. De hecho, me pregunto si ese espectro de actividades que alisamos bajo la categoría de “trabajo” puede narrarse sin por esto dejar de ser sobre el trabajo como actividad y pasar a ser más sobre los relatos culturales con los que imbuimos la actividad humana con significado. Para mí, la respuesta es que no. Creo que Saval se choca con el mismo impasse, pero no se da cuenta. Al final del ensayo, el autor rebobina, y cambia la tesis sin decirlo, y dice que la novela que busca es una en la que las personas hablen de lo que hacen todo el día y cómo se sienten sobre lo que hacen—más o menos lo que dice que ya hacían las novelas. Al fin y al cabo, creo que lo que Saval busca es una representación del trabajo que no sea moralizante—y, en tanto la enajenación parece ser la coordenada central de la literatura sobre el trabajo, es imposible que no lo sea. Es difícil: el trabajo en tanto tal lleva demasiados siglos casado a la moral. Claro, entiendo a Saval. Creo que tanto mi novela como mi tesis doctoral parten de un intento similar de entender el trabajo tal y como lo he vivido en todos los trabajos pendejos que he tenido—en los que, a veces, hay placer en el hacer. En otras palabras, creo que lo que Saval quiere es una representación realista, casi fenomenológica del trabajo, que, por un momento, olvide la perspectiva macro de la política económica, pero que posibilite repensar la micropolítica (del trabajo). Yo también. Creo que mi novelita intenta esto, y, como toda novela, fracasa. Pero así es la vida.