Es casi como uno de esos chistes: un cubano, un puertorriqueño y un haitiano se sientan en un sofá. El problema es que no hay “punchline”.
Contextualicemos: se trata de un festival literario y el cubano, el puertorriqueño y el haitiano están en un panel acerca del Caribe y sus distintas crisis. Una talentosa moderadora intenta hacer cuajar una conversación acerca del material común de la región y, en teoría, los tres escritores deberían discutir un terreno compartido.
La moderadora comienza con cuidado. Apela a un Caribe que, si hablase, pudiera ofrecer la historia personal de los últimos quinientos años del mundo (una historia íntima de la apropiación, expropiación y explotación de cuerpos y tierras). En un principio, casi parecería que se iría a formar una conversación en torno a esa historia compartida. Desafortunadamente, la cuestión se descose rápido, quizás por las interrupciones, implícitas a la traducción instantánea, o quizás debido a ciertos ánimos caldeados.
El haitiano quiere hablar de la crisis originaria de la región, que, para él (correctamente, diría yo) no es sino la explotación y exclusión racial; el cubano, de la intemperie asfixiante en la que cayó un movimiento revolucionario y las fugas de sus ciudadanos; el puertorriqueño (que pudiera ser este servidor), sobre la relación entre esas herencias políticas regionales y lo cotidiano.
Al final, más allá del bregar de la moderadora, quedan tres líneas paralelas sin punto de encuentro. Quizás, si no hubiese restricciones de horas, ni límites en las paciencias y vejigas de los participantes, esas tres líneas podrían llegar a encontrarse en una gruesa raya, como habrá explicado algún matemático radical.
Pero en ese momento, al culminar la discusión, y al decir de un miembro del público tras bastidores, el panel, repleto de disonancias, ofrece una imagen apta para el material común del Caribe hoy: tres líneas paralelas que comparten un origen, pero que permanecen en espera (o no) de un horizonte en el que coincidir.
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