Un hombre negro, rastrillo en mano, recoge el primer saldo de hojas que se ha acumulado frente a su lujosa casa en Ithaca, Nueva York. El hombre, Grant Farred, un intelectual sudafricano, lleva un rato trabajando bajo el sol otoñal cuando se le aproxima un Volvo tan blanco como la pareja en su interior. Sin saludar, la mujer se asoma por la ventana y, plácida, le pregunta si, después de terminar ahí, se interesaría en otro trabajito (recogiendo las hojas en su casa). Farred se detiene y le devuelve una respuesta que, en el trayecto entre su pronunciación y recepción, se hace cortante por lo precisa, cortante porque saca a colación la fuerte carga racista de la impensada pregunta de la señora. En shock, la pareja cambia la mirada y, más rápido que ligero, pisa el acelerador hasta desaparecer.
Su respuesta en sí es lo de menos. Lo que sorprende a Farred una vez da la espalda al evento, lo que lo ocupa es lo preciso de su réplica. Una réplica que aunque fue pronunciada casi como reflejo pareció haber sido pensada muchísimo antes, durante su crianza bajo el Apartheid. Lo que le sorprende es que su respuesta, que en sí misma sólo afirma un dato (que no está buscando trabajo porque es profesor) se transforma en otra cosa: en una afrenta, en una aserción política.
Farred está consciente que se trata de un incidente que, por lo cotidiano, quizás ni valga la pena relatar. También está consciente que la señora no quiso ofender: ni lo pensó. Justo por esa razón el librito que Farred escribió al respecto se trata, más que nada, del pensamiento y el gesto activo del pensar. Es, después de todo, justamente en lo que se dice sin pensar donde residen los monstruos de toda época y, Farred sostiene que la única acción válida ante la pregunta ignorante, es la respuesta cargada de pensar.
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